Era un hombre muy alto y delgado, de mirada penetrante, de hablar muy suave y pausado. Sus ojos oscuros y cabellos castaños armonizaban con sus brazos y manos de fino trazo. Su aspecto de tipo sajón proponía un halo especial de respeto y consideración. Estábamos en el comienzo de la égloga universitaria. Era un hombre genial, un ingeniero cubierto de conocimiento y una particular sabiduría. No había cuestión que él no conociera. Siempre comenzaba diciendo: a mi modo de ver…- y se explayaba mostrándonos las ideas difíciles de la forma más clara y simple. Cuando terminaba todo estaba claro para nosotros. Un día le dije: - Eres un genio, tu sabiduría y conocimiento son superiores y únicos…- ¡No!, ¡no!, contesta, ocurre que tu sabes menos que yo, cuando termines tus estudios tú también sabrás, eso es todo...-
Muchos profesionales buscaban constantemente su consejo y orientación. Para nosotros era solamente Gaspar, un amigo que nos permitía llegar a su casa con nuestros problemas y ayudarnos a resolverlos sin importar la hora ni el día. Siempre dispuesto a un consejo, muchos llegamos a comentarle problemas personales que no nos atrevíamos a confiar a nuestros padres. Este hombre jamás dijo “soy el profesor”, “es así porque lo digo yo”, “yo lo sé todo”. Nos hablaba y nos explicaba el tema cuando no habíamos estudiado. No nos dejaba ir hasta que lo supiéramos. Inspiró en mí el deseo irrefrenable de adquirir conocimiento y sabiduría y de compartirlo. Inspiraba el amor y la colaboración sin pedir nada, - “hay que amar por el placer de sentir amor, sin tener que recibir pago a cambio”- nos decía. Era alguien a nuestro lado ayudando y aconsejando. De él heredé el amor por la enseñanza. Su nombre era Gaspar Da Cruz.