ALGO INSIGNIFICANTE EN LA NIEVE por Jean E. Mizer

 Una fría mañana de febrero empezó con una tragedia. Yo conducía detrás del ómnibus escolar de Milford Corners, como acostumbraba hacerlo la mayoría de las mañanas en que nevaba, al diri-girme a la escuela; de pronto, éste se desvió y se detuvo bruscamente a las puertas de un hotel que no estaba en funcionamiento; me sentí molesta por esta parada inesperada cuya causa no compren-dí hasta que vi a un niño bajar tambaleándose del ómnibus; de pronto, tropezó y se desplomó cayen-do de bruces en la nieve. El conductor del ómnibus y yo, llegamos hasta él al mismo tiempo; su ros-tro, delgado y demacrado, se veía blanco aun contra la nieve. —Está muerto —susurró el conductor. De momento, todo lo que hice fue mirar las caritas de los niños que nos observaban asustados desde el ómnibus de la escuela, reaccioné y dije: — ¡Un doctor! , ¡rápido! Llamaré desde el hotel. —No sirve de nada, le digo que está muerto. . . —dijo el conductor mirando el cuerpo inmóvil del niño, y agregó —Ni siquiera dijo que se sentía mal... sólo sentí que me daba unos golpecitos en el hombro, diciéndome muy quedo: “Lo siento, tengo que bajarme en el hotel”. Eso fue todo, lo dijo con cortesía y como disculpándose. En la escuela, se iban apagando los gritos y las risas por los corredores a medida que se iba transmitiendo la noticia; al pasar junto a un grupo de niñas, escuché que una de ellas preguntaba casi en un susurro: ¿-Qué pasó? , ¿Quién cayó muerto en el camino a la escuela? —No sabemos cómo se llama —dijo una de las niñas que había estado en el ómnibus. Idénticos comentarios se hacían en la sala de maestros y en la oficina del director. Este último me dijo: —Le agradecería que fuera usted a dar la noticia a los padres. Ellos no tienen teléfono y, de cualquier manera, alguno de la escuela tiene que ir a dar la noticia en persona. Yo me ocuparé de sus clases. ¿-Por qué yo? —pregunté— ¿no sería mejor que fuera usted? —Yo no conocía al muchachito —admitió el director honradamente, agregando —y en los in-formes del año pasado que leí, noté que era usted su maestra favorita. Mientras conducía en medio de la nieve y el frío, por el mal camino que conducía a la casa de los Evans, pensaba en el niño, Cliff Evans. ¡Su maestra favorita! Me dije. ¡El muchachito no me había dicho más de dos palabras en dos años! Al recordar, podía imaginármelo perfectamente, sentado atrás en el último asiento de mi clase vespertina de literatura. Entraba solo y salía solo. “Cliff Evans”, murmuré, “un niño que no habló nunca”. Pensé un minuto más... “un muchachito que nunca sonrió; no, no lo vi sonreír ni una sola vez.” La gran cocina del rancho estaba limpia y abrigada. De algún modo di las noticias abruptamen-te. La señora Evans, confundida, alcanzó una silla, y dijo: —Nunca dijo nada de que estuviera enfermo. El padrastro del muchacho dando un resoplido agregó: —Nunca dijo nada de nada desde que yo llegue aquí. La señora Evans empujó hacia atrás una sartén que había sobre la estufa y empezó a des-abrocharse el delantal. —Vamos, calma —estalló su marido— tengo que tomar mi desayuno antes de ir a la ciudad. De cualquier modo no hay absolutamente nada que podamos hacer. Si Cliff no hubiera sido tan estú-pido nos habría dicho que no se sentía bien. Después de las clases, me senté en mi oficina y observé fríamente los registros que tenía ante mí. Cerré el archivo y me dispuse a escribir la necrología para los informes de la escuela. Las hojas casi en blanco burlaban los esfuerzos. Cliff Evans, en blanco, no había sido nunca legalmente adop-tado por su padrastro, tenía cinco medios hermanos menores. Esta raquítica información y la lista de bajas calificaciones era todo lo que ofrecían los registros. Cliff Evans había cruzado silenciosamente la puerta de la escuela en la mañana y había salido por las tardes en la misma forma, eso había sido todo. Jamás había pertenecido a un club, ni tampo-co habla formado parte de un equipo, ni ocupado un puesto. Hasta donde yo sabía, nunca había hecho ningún leve desorden de los que hacen todos los niños. Nunca se habla manifestado. ¿Qué podía informar acerca de un niño que jamás había hecho nada? Los registros de la es-cuela me lo demostraban. Las anotaciones de los maestros de primero y segundo grado decían “niño agradable, tímido”, “tímido pero vehemente”; a continuación la nota de tercero empezaba el ataque, pues un maestro había escrito con mano firme “Cliff no habla; no coopera. Lento en el aprendizaje”. Las demás notas académicas habían continuado con “perezoso”; “poco ocurrente”; “bajo coeficiente intelectual”. Habían llegado a lo correcto. El resultado final del coeficiente intelectual del niño en el noveno grado había sido 83; pero su coeficiente intelectual en el tercer grado había sido 108. Los resultados nunca bajaron de 100 hasta el séptimo grado. Hasta los niños tímidos, callados, tienen cierta elasticidad. Requiere tiempo degradarlos. Me senté a la máquina de escribir y redacté enfurecida un informe, indicando la clase de edu-cación que había tenido Cliff Evans. Arrojé violentamente una copia en el escritorio del director y puse otra en el archivo. Guarde la máquina de escribir en forma brusca, cerré el archivo con estrépito y salí dando un portazo, pero no me sentí mejor. Un pequeño seguía caminando ante mí, un mucha-chito de rostro delgado y pálido, con un cuerpecito delgado dentro de unos pantalones desteñidos, de grandes ojos que habían buscado y rebuscado durante tanto tiempo hasta que terminaron velándose para siempre. Podía imaginarme cuántas veces había sido escogido al último para participar en un juego, cuántas veces había sido excluido de las conversaciones entre niños. Podía ver en mi imaginación los rostros y escuchar una y otra vez las palabras. “Eres estúpido; no eres nadie, Cliff Evans”. Los niños son criaturas crédulas y Cliff creía sin duda alguna. De pronto, todo pareció claro pa-ra mí: cuando finalmente no le quedaba absolutamente nada a Cliff Evans, cayó de bruces en la nie-ve y murió. El doctor podía haber diagnosticado “ataque cardíaco” como causa de la muerte, pero eso no me haría cambiar de idea. No pudimos encontrar diez alumnos en la escuela que hubieran conocido lo suficientemente bien a Cliff como para haber asistido a sus funerales como sus amigos, así que los oficiales de grupo y un comité de su clase, fueron a la iglesia con tristeza cortés. Yo asistí al servicio con ellos, sintien-do un gran peso en el corazón y una gran resolución que crecía dentro de mí. Jamás he olvidado a Cliff Evans ni aquella resolución; ha sido mi desafío año tras año, clase tras clase. Al comienzo de cada año, miro las filas de escritorios en busca de rostros desconocidos. Busco ojitos tímidos y cuerpecitos encogidos en un asiento en un mundo extraño. “Muchachitos”, digo silenciosamente, “es posible que no haga otra cosa por ustedes durante este año, pero ninguno de Ustedes va a salir de aquí sintiéndose un don nadie. Lucharé hasta el fin para librar la batalla con la sociedad y con la dirección de la escuela, pero ninguno de ustedes saldrá de aquí sintiendo que no vale nada.” La mayor parte de las veces, no siempre, pero la mayor parte de ellas, he tenido éxito.

 

1”Cipher in the Snow” por Jean E, Mizer. NEA joumal, noviembre de 1994, 53:8-10. Informe proveniente del Rich College- California State. NEA Journal es una publicación profesional sobre educación.

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Comentario

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Comentario de Nelson Astegher el septiembre 1, 2012 a las 1:05am

Esta historia real, Laysa, debe sernos útil para que no nos ocurra a nosotros, teniendo muy en cuenta lo muy valiosas y sensibles que son las vidas de los niños y los jóvenes, especilamente de los que están a nuestro cuidado. Gracias por tu opinión. Un afectuoso saludo. Nelson.

Comentario de laysa Julyana Green Ruiz el agosto 31, 2012 a las 5:51pm

REALMENTE ES IMPRESIONANTE COMO EN LA VIDA SE PUEDE VER ALGO O ALGUIEN Y NO PRESTARLE LA MAS MINIMA ATENCION HASTA QUE PASA ALGO COMO ESTO, LAMENTABLEMENTE MUCHAS VECES ES DEMASIADO TARDE, PERO, CON EXPERIENCIAS COMO ESTA PODEMOS REFLEXIONAR Y TRATAR DE SER MAS CUIDADOSOS CON LO QUE NOS RODEA.

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