—Papá, ¿qué es un precetor? — ¿Un qué? —Un precetor. La maestra nos dijo que en muchos países el rey no asiste a una escuela regular, sino que tiene un precetor privado. —Querrás decir un preceptor, Rogelio; alguien que enseña a una sola persona. —Bueno, como se diga, ella dice que un preceptor es una persona sumamente importante; su tarea es la de ayudar al pequeño príncipe a llegar a ser un buen rey. La idea me distrajo un momento. Preceptor del rey, ¡qué posición tan maravillosa! Probablemen-te coma de los manjares reales y tenga un presupuesto ilimitado. Quizá tenga su propio coche, o ande en elefante. Volví a las pruebas que estaba corrigiendo y comencé a anotar el puntaje en mi libro, Patricia — 90; AIán — 72; Sergio Duval — 88; Francisco Lopez... en ese momento, Rogelio me interrumpi6 nue-vamente. —¿No es cierto que el presidente de nuestro país va a la escuela junto con los demás niños, cuando es pequeño? —Sí, así es, Rogelio. —Y... ¿acaso él no es tan importante como un rey? —Sí, hijo, lo es. Papá... ¿Cómo sabes si no lo tienes en tu clase? No supe qué responder, pues en verdad, ¿lo sabía yo? ¿Cómo podía estar seguro de que Fran-cisco, o Esteban, o Patricia, o Graciela, que en ese momento se encontraban en una edad de oportu-nidades iguales, no serían algún día jefes del ejecutivo? ¿O que Luis o Linda, no podían llegar a ser padres del futuro presidente de la nación? —La verdad es —dije —que no sé en absoluto, si está o no en mi clase. En nuestro país donde casi todos tienen la oportunidad de llegar a ser el presidente no se puede adivinar. Rogelio se quedó pensando en esto durante unos momentos y después dijo: —Vamos papá, eso te hace una persona muy importante, ¿no es así? Nunca antes había pensado en ello, pero en ese momento, pensé que así era. Yo, un simple maestro de biología, con el polvo de la tiza todavía en mis manos y que acababa de colocar las califi-caciones del día anterior en la carpeta correspondiente era, potencialmente, casi tan importante como el mismo presidente. Los pensamientos de Rogelio giraron hacia otras cosas y no recuerdo que hayamos vuelto a hablar de lo mismo. Sin embargo, desde que me di cuenta de ello, no he podido olvidarlo y desde entonces contemplo mi clase con mirada apreciativa. Quizá se encuentre en el aula el futuro presidente; puede ser el que esconde la cabeza tras el li-bro de biología mientras se le mueven rítmicamente las mandíbulas con la goma de mascar, o quizás es el compañero de junto, que pretende tener la cara seria mientras sacude los hombros por la risa contenida que le ha causado el chiste que se ha dicho sobre mí. Después de todo, se cuenta que Andrew Jackson era la desesperación de sus maestros cuando era niño. ¿Y quién entre los presiden-tes no mereció alguna vez una reprimenda o un castigo de sus maestros? Posiblemente el futuro dirigente de nuestro país sea el muchachito que se sienta cerca de mi escritorio en la primera fila y que mira con dificultad a la pizarra, o tal vez, aquél que camina cojeando por alguna enfermedad grave que lo aquejó en la infancia. ¿Acaso no usó Teodoro Roosevelt grue-sos anteojos y Franklin Roosevelt no fue víctima de la poliomielitis? Mi futuro presidente podría también ser aquel muchachito que se sienta junto a la ventana; es el niño tímido, con el rostro lleno de acné y los pantalones emparchados. Ayer escuché a una de las niñas que decía: “Me moriría antes que ir al baile con Enrique”. Me pregunto si dejaría pasar la opor-tunidad, en un baile inaugural, de bailar con Abraham Lincoln, el presidente más solitario, más sencillo y más delgaducho de todos. La esposa o la madre de mi presidente podría ser esa muchachita que hace unas noches quedó con la voz ronca de tanto gritar y vitorear en un evento deportivo, o quizás esa jovencita que se perdía el gran campeonato porque tuvo que quedarse en casa ayudando a su mamá en algunos quehaceres. Cuando contemplo a mi variedad de jóvenes potenciales, recuerdo a un amigo que hace unos pocos meses atrás, ganó un convertible rojo en un concurso; me acuerdo muy bien de lo que me dijo: —Cuando ingresé, no tenía la menor idea de que pudiera ganar. En realidad, si lo hubiera sabi-do, habría estado nervioso, vacilante y habría desperdiciado la ocasión. Así es con el concurso en que he ingresado junto con millares de maestros de escuelas públicas y miles más de escuelas particulares. Uno de nosotros va a ganar y la importancia de ellos es inmen-sa. También es un maravilloso incentivo cuando se me cansa la vista con los libros y las pruebas; me estimula a seguir adelante cuando veo a Susana que va derecho a las más bajas calificaciones hasta sentirme tentado a gritar: ‘‘¿De qué sirve? “ Pero me anima pensar que no necesariamente fracasará en la vida porque ha fra-casado en biología. Después de todo, de mis alumnos no resultarán solo presidentes, también habrá gran número de gobernadores, doctores, abogados, enfermeras, ministros, más maestros y una hueste intermina-ble, con títulos menos glamorosos pero no por eso menos vitales. Las leyes de la casualidad ya han diseminado un buen número de ellos en mis clases. El próximo año habrá más y así sucederá año tras año. De este modo, puedo ser responsable de guiar todo tipo de gente importante. Mi preocupación por los muchachos y señoritas como seres humanos, como individuos y como hijos de Dios puede dar frutos en el mundo del mañana. Ahora puedo encender una chispa de curiosidad en alguna persona desconocida que algún día encontrará la curación para el cáncer o la epilepsia, o el remedio para la guerra misma. Algo que se diga en mi clase de hoy, puede un día resonar desde una tribuna impor-tante; puede tener eco en los corredores de una universidad antiquísima y puede sostener la débil alma de un investigador cuando se incline sobre su microscopio en la alborada del Gran Descubri-miento. Mi paciencia frente a la absurda pregunta de Mario, puede modelar su actitud hacia las equivo-caciones de los demás. Mi preocupación por el trabajo de Sandra en el que ha pasado tanto tiempo, puede tener un efecto duradero en su autoestima. Por medio de estos alumnos míos, puedo causar un impacto en el mundo que continuará mucho tiempo después que yo me haya ido de él. Quizá esté considerando mi llamamiento de maestro con visión sublime, pero así es como lo es-timo. Hay más que un convertible rojo en juego y... después de todo, como dice Rogelio, el futuro pre-sidente de la nación puede estar sentado en mi clase. .
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