“Confía en ti mismo”, era su credo. Y entre otros valiosos aforismos, aconsejó también: “Unce tu carro a una estrella”.

Un día de invierno hace cien años, un caballero de alta y desgarbada figura, rostro de rasgos afilados y angulosa quijada, envuelto en grueso abrigo de piel de búfalo, cruzaba las heladas aguas del Misisipí en una barquilla de remos. Sin cuidarse del frío, brillante la mirada de sus ojos azules, interrogaba a sus compañeros de travesía (gran¬jeros y traficantes) acerca del tra¬bajo que hacían y de las ideas que profesaban. Era el más notable de los filósofos norteamericanos, Ralph Waldo Emerson, e iba camino de la pequeña población de Davenport (Iowa), a dar una conferencia.
Por malo que fuera el tiempo, por grandes las dificultades del via¬je,’ Emerson se las arreglaba siem¬pre para cumplir sus compromisos de conferencista. No había audito¬rio demasiado escaso ni aldea dema¬siado remota para este hombre que explicaba su gran filosofía del individualismo en los más rústicos luga¬res de una nación en cierne.
Cuando yo tenía 16 años, mi ma¬estro me dio como ejercicio de lec¬tura el más famoso de los ensayos del filósofo: Confianza en sí mismo. Después de la cena me senté a la mesa del comedor y, a la luz del quinqué, abrí el libro.
Las palabras de Emerson me cau¬saron la impresión de martillazos:
“Tener fe en el propio pensamiento; creer que lo que uno tiene por ver¬dadero en lo íntimo de su corazón es también verdadero para todos los hombres, eso es el genio” ... “La virtud más solicitada es la conformi¬dad; pero el que quiera ser hombre tiene que ser no conformista. .
“Una institución no es sino la pro¬yección de algún hombre”... “En última instancia nada es sagrado si¬no la integridad de nuestro propio pensamiento... La consecuencia a ultranza es el fantasmón de las mentes mezquinas”... “Confía en ti mismo”: esta es la cuerda de acero que hace vibrar el corazón.
Cualquiera de aquellas sentencias merecía meditarse una hora. Yo sen¬tí como si algún sabio hermano ma¬yor me hubiese puesto la mano en el hombro, al tiempo que me decía, del modo más hermoso, cosas que me hacía falta saber.
Aquella primera impresión de Emerson se grabó en mi ánimo para siempre. Una y otra vez he vuelto a releerlo en el transcurso de más de medio siglo, y nunca he dado con una página en que no haya encon¬trado algo tan verdadero como las montañas y tan moderno como la semana próxima.
Muchos de los aforismos de Emer¬son han llegado a ser moneda co¬rriente: “Unce tu carro a una estre¬lla”, “Toda la humanidad ama a un enamorado”, “Jamás se logró nada grande sin entusiasmo”. Su influen¬cia fue decisiva en la formación del pensamiento norteamericano y sus cualidades distintivas: optimismo, sentido práctico, confianza en sí pro¬pio. El gran poeta Robert Frost lo considera como uno de los cuatro hombres más grandes que hayan producido los Estados Unidos, a la altura de Washington, Lincoln y Jefferson. Tenía razón William James cuando aseguró que “la pos¬teridad lo tendrá por un profeta”.
La confianza en sí mismo fue la clave de toda su filosofía y la carac¬terística dominante de su propio es¬píritu. Se pasó la vida exhortando a los demás a ejercitar sus capacidades hasta el máximo. Al individuo le di¬ce: desecha todo temor; descansa en tus recursos interiores; confía en la vida y ella recompensará tu confian¬za. Puedes hacer mucho más de lo que tú mismo crees.
Esta filosofía la aprendió de los colonizadores y los exploradores de su tiempo. Nunca antes en la His¬toria había habido hombres seme¬jantes: independientes, optimistas, prácticos constructores de una nueva y tosca nación a la vez que conscien¬tes herederos de 200 años de tradición democrática. Emerson los escu¬chaba y los llevaba a expresar sus puntos de vista sobre multitud de cuestiones. Aún ya entrado en años, solía arremangarse y dar una mano a los granjeros en sus labores en el campo sólo por la oportunidad de conversar con ellos. “Me gusta la gente capaz de hacer cosas”, escri¬bió.
Creía que todo hombre tiene algo que ofrecer al prójimo. La gente hu¬milde se sentía cautivada por él, pe¬se a la profundidad de sus palabras. Una pobre mujer que no se perdía una de sus conferencias confesaba que no las entendía, pero agregaba:
“Me gusta ir por verlo allí erguido, con el aire de quien cree que los demás valen tanto como él mismo
Durante 40 años, casi sin faltar uno, hacía en el invierno un largo y fatigoso recorrido dando conferen¬cias por todo el Nordeste y, luego, por el Oeste Medio. Fue de estas charlas de donde extrajo el material de los grandes ensayos que más ade¬lante publicó: “De la naturaleza”, “De la belleza”, “De la experiencia”, “De la amistad”, etc.
Muchas de las grandes figuras de la literatura y la filosofía en Norte¬américa recibieron apoyo y estímulo de Emerson. Fue él quien ayudó a salvar de la miseria a la familia de Bronson Alcott, un filósofo palabre¬ro y nada práctico, con un tropel de hijas (una de las cuales, Luisa May, escribió la famosa obra Mujercitas). Siempre encontró algún trabajo manual que hacer para mantener al indigente Henry David Thoreau, quien edificó su famosa cabaña j un¬to a la laguna de Walden, en la fin¬ca de Emerson. El estímulo que es¬te dio a Walt Whitman contribuyó decisivamente a dar a conocer al gran poeta. “Yo apenas cocía a fue¬go lento”, escribió Whitman; “Em¬erson me hizo hervir a borbollones”.
Con sus amigos, fundó Emerson uno de los más ilustres círculos lite¬rarios de la Historia: el Saturday Club. Entre sus miembros figura¬ban los poetas Henry Wadsworth Longfellow y James Russell Lowell, el novelista Nathaniel Hawthorne, Juan Luis Agassiz, naturalista sui¬zo, y el Dr. Oliver Wendell Holmes, conocido hombre de letras. Había que ser un gigante para destacarse como el primero en semejante gru¬po; pero nadie puso en duda que tal posición correspondía a Emerson.
En ocasiones, sin embargo, era ca¬paz de dar lugar a que se rieran de él. Cierta vez, en una reunión del club, discutía con Agassiz de este modo: “Algunos creemos con Kant que el tiempo es apenas una forma subjetiva del pensamiento humano, sin existencia objetiva alguna”. En ese instante, consultando su reloj, agregó apresuradamente: “¡ Dios mío! ¡El tren de Concord sale den¬tro de 15 minutos!” Y acto seguido abandonó precipitadamente el salón dejando al resto de la concurrencia desternillándose de risa.
Emerson, en su juventud, dio po¬cas señales de su posterior grande¬za. Fue un niño enfermizo, despro¬visto al parecer de imaginación; el único de cinco hijos varones en quien su madre viuda no cifraba es¬peranza alguna. En la escuela fue un alumno lerdo que confesaba su horror por “las duras lecciones de mañana”. Muy flojo en griego y matemáticas, poco adelantaba en el ru¬tinario aprendizaje de memoria que entonces se tenía por educación. Sin embargo, en la Universidad de Har¬vard, donde se costeó sus estudios trabajando de camarero, se las arre¬gló para leer las obras completas de una veintena de los más grandes es¬critores y filósofos del mundo. Solía leer a su favorito, Platón, metido en¬tre las mantas en el cuarto sin cale¬facción que ocupaba.
Hay una cosa que puede explicar este interés. Aun de muy pequeño se acostumbró a que le hablaran y trataran como a un adulto, especial¬mente por su tía Mary, que fue la principal influencia intelectual de su juventud. Estudios recientes de la vida de grandes hombres mues¬tran que en muchos casos desde el principio se les obligó a estar siem¬pre muy despabilados, por así decir¬lo, tratándose de cuestiones del ‘inte¬lecto.
Después de graduarse en la uni¬versidad, Emerson fue maestro de escuela y pastor protestante durante algunos años, que no fueron preci¬samente felices. Perdió a su esposa y a dos hermanos a quienes amaba entrañablemente y su existencia era pobre y frugal. Sin embargo, su es¬píritu se elevaba siempre hacia lo alto.
En 1834, año de su segundo ma¬trimonio, tomó una valerosa deci¬sión: la de dedicar el resto de su vi¬da a la expresión del pensamiento puro y depender como fuese de esta actividad para ganarse el sustento. Se estableció en Concord, cerca de Boston. De la quietud de su estudio en esa aldea emanaron durante me¬dio siglo las explosivas ideas que ha¬bían de repercutir en el mundo en¬tero.
Ya desde sus años mozos en la universidad, solía levantarse a las cinco de la mañana y sentarse du¬rante media hora o más a poner por escrito sus pensamientos en un dia¬rio que llamaba su “banco de aho¬rros”. Más adelante puso en orden estas ideas clasificándolas bajo di¬versos índices y de tales páginas ex¬trajo sus conferencias y sus libros. El resultado es un estilo muy denso de ideas. Por mi parte he comproba¬do que entiendo mejor a Emerson si lo leo en pequeñas dosis (unas cuantas páginas antes de acostarme), o si leo sus ensayos en alta voz ante los amigos, como solía él leerlos.
De estas lecturas he obtenido muy valiosas ideas. He aquí algunas de ellas:
La vida es un éxtasis. El más emo¬cionante descubrimiento de Emer¬son es que el hecho de estar vivo constituye en sí un placer inenarra¬ble. Aseguraba que todo lo que vi¬ve participa de la Conciencia Divi¬na. El hábito y la pereza son la cau¬sa de que nuestras facultades se em¬boten y dejemos de sentir el éxta¬sis. Ni aun en las peores situacio¬nes, como ante la muerte de un ser querido, flaqueó Emerson en su fe. “Yo abrazo la vida absoluta”, decía, significando con ello tanto los sinsa¬bores como los goces, lo incomprensible como lo claro y evidente.
Esta es sin duda una de sus más prácticas enseñanzas. La mayoría de nosotros se priva de disfrutar la vi¬da como viene; los cuidados y an¬siedades empañan muchos de nuestros mejores momentos. ¡ Cuánto no nos ayudaría el comprender que to¬do instante es un glorioso don de Dios! Entonces, en perspectiva, veríamos nuestras preocupaciones como las pequeñeces que son en reali¬dad.
La armonía universal. Convenci¬do de que toda conciencia forma parte de la Mente Divina, Emer¬son estaba cierto de que el hombre puede confiar en su propio intelec¬to, por ser éste divino. De la misma manera puede confiar en el mun¬do, porque el universo es gobernado por aquella conciencia de la cual todos formamos parte. Una vez que uno ha “aceptado su propia ley”, escribió, “todos los augurios son bue¬nos, todos los hombres sus aliados, todo aspecto de la vida cobra orden y belleza”.
Busca de la armonía por medio de la naturaleza. La llave de la feli¬cidad, insistía, consiste en mantener la propia meta a tono con el Pensa¬miento Divino, y la vida con el universo. Para esto, no hay ejercicio co¬mo la contemplación de la naturale¬za para percibir cuanto ella tiene de hermoso. Cuando Emerson estaba en su casa, solía ir por lo menas una vez al día al pasear por el bosque junto a la laguna de Walden. Allí se ensimismaba mirando el agua y contemplando el ondular de la hier¬ba, meditando en su propia hermandad con todas las cosas vivientes. Fue en tales momentos cuando es¬cribió algunas de sus páginas más memorables.
Atribuía gran importancia a esto de hallarse en correspondencia con la hermosura de la naturaleza, pues creía firmemente que ello conduce a la bondad. “La verdad, la bondad y la belleza”, escribió, “no son sino fases diferentes del mismo Todo”.
Estando en París durante la revolución de 1848, observó que los árbo¬les de las avenidas habían sido de¬rribados para levantar barricadas con ellos. “Dentro de un año”, comentó irónicamente “veremos si la Revolución ha valido el sacrificio de esos árboles”.
La confianza en sí mismo. Emer¬son juzgaba que el individuo debe tener plena confianza en cuanto a su papel en el mundo. “La confian¬za en sí mismo es el primer secreto del éxito”. No se cansaba de afirmar que “el pecado existe cuando el hombre es infiel a su personal cons¬titución”.
A los que iban a escucharlo les instaba a medirse con la vida resuel¬tamente, a echar mano de su imaginación: “Jamás podréis probar al mas avisado de los moluscos que una criatura como la ballena es po¬sible”. La edad no tiene necesaria¬mente por qué ser un impedimen¬to: “No se haga cuenta de los años de un hombre hasta que él mismo no tenga otra cosa que contar”.
Desafió al peligro. Predicando siempre la propia confianza, Emer¬son apremiaba a sus oyentes a co¬rrer riesgos, a ir en contra, si nece¬sario fuere, de la opinión de los de¬más. Hubo una cuestión que lo mo¬vió a oponerse abiertamente a las autoridades: la esclavitud de los ne¬gros. En 1850, cuando el Congreso aprobó una ley que negaba todas las libertades civiles al esclavo fugitivo que fuera capturado en el Norte, Emerson habló en contra de “esta ley inicua”: “Por Dios, que no la obedeceré?’, declaró. Una multitud que no compartía sus puntos de vis¬ta —en Boston, nada menos— lo echó a silbidos y a gritos de la plata¬forma. Emerson, sin embargo, se mostró inflexible. He aquí un aspec¬to de su personalidad que a menudo pasan por alto los que sólo se ocu¬pan del optimismo del filósofo.
Ciertamente, optimista lo era, mas era también un realista que de sobra se daba cuenta de cuán lejos del ideal se hallaba a veces su país.
Somos mejores de lo que creemos. “Hay una doctrina que yo he ense¬ñado en todas mis conferencias”, de¬cía, “a saber, la infinitud del hom¬bre interior”.
Apremiaba a cuantos lo escucha¬ban al saludable reconocimiento de su propia valía. “Si un hombre se planta decididamente en sus convic¬ciones instintivas”, tronaba, “y se mantiene en ellas, el mundo entero acabará por compartirlas”. Sin em¬bargo, la inmensa mayoría de los hombres se estiman en menos de lo que valen. Echaba en cara a sus au¬ditorios que se resistiesen a “decir cosas nobles”, esperando que fuera otro quien las dijera. En el fondo, cada uno es mejor de lo que se atre¬ve a confesar a los demás. “Los hombres se rebajan por acercarse entre sí”.
Todo ser humano tiene su lado bueno. Descubrámoslo. Confiar en si mismo es sólo una cara de la mo¬neda. La otra es confiar en la sabi¬duría e integridad de los demás. Porque si uno cree, como creía Em¬erson, en el carácter divino de la mente humana, tiene entonces que reconocer que todos los seres huma¬nos comparten la misma chispa di¬vina, no importa cuán diferentes o extraños parezcan ser.
En la Nueva Inglaterra de hace cien años existían, en proporción bastante elevada, los tipos raros y muchos de ellos se acercaban a Emerson. Este insistía en que tenían derecho a ser oídos, y expresaba el deseo de que a la gente se le permi¬tiera ser diferente y manifestar su verdadero carácter. “El encanto de la vida reside en esta variedad, en estos contrastes y matices mediante los cuales la Providencia ha modu¬lado la identidad de la Verdad”.
Desdeñemos lo material. “Las co¬sas materiales dominan a la huma¬nidad y son las que llevan las rien¬das”, observaba Emerson. “Mas, ¿por qué renunciar al derecho a via¬jar por los luminosos desiertos de la verdad a cambio de las prematuras comodidades de un pedazo de tie¬rra, una casa y un granero?... Hazte necesario al mundo y el mundo te dará el pan que necesitas”.
En cierta ocasión en que tenía gran necesidad de dinero, el Liceo de Salem le ofreció muy buenos ho¬norarios por un ciclo de conferen¬cias, siempre que no aludiera a la controversia religiosa ni a otros te¬mas sobre los cuales existían since¬ras divergencias entre el público. Emerson contestó el mismo día:
“Lamento muy de veras que haya en Salem persona alguna que pueda creerme capaz de aceptar una invi¬tación con semejantes restricciones”.
El máximo esfuerzo. Mucho an¬tes de que Teodoro Roosevelt ha¬blara de “la vida estrenua”, ya Em¬erson predicaba y practicaba la mis¬ma doctrina. Se entregaba al traba¬jo con implacable rigor. Aun ya en¬trado en años, viajaba miles de ki¬lómetros todos los inviernos. Estan¬do en casa se encerraba en su estu¬dio durante largas horas cada día. Allí escribió no sólo sus diez libros más importantes y gran número de artículos y conferencias, sino el mi¬llón o más de palabras que compo¬nen su Diario, “sin pausa y sin des¬canso, superando lo bueno con lo mejor”.
“Como el suelo de Nueva Ingla¬terra”, observaba, “mi talento solo es bueno en tanto que lo trabajo... (Los artistas) como las abejas deben poner la vida entera en la intención que les anima. ¿Para qué sirve el hombre si no lo inspira el entusias¬mo? . . . El que aplica todo su es¬fuerzo a una acción digna, es quien alcanza la mejor recompensa”.
Constantemente instaba a intentar lo difícil. “¿ Qué importa que uno falle y ruede por el polvo una vez o dos? De pie otra vez, ya no tendrá más temor a una caída... Probemos las aguas encrespadas así como las serenas; ellas pueden dar¬nos lecciones que valdrá la pena aprender”.
Emerson murió en 1882 a la edad de 79 años. Sus ideas, empero, con¬servan intacto el valor que tenían cuando por primera vez conmovie¬ron a los hombres. Por sobre todas las cosas, Emerson nos enseña que la personalidad humana es sagrada e inviolable; lo más importante que existe en el mundo. He aquí una lección de que está necesitada la Humanidad.

                                                                                                                           Sobre el artículo de Bruce Buyen

Ralph Emerson-Confia en ti mismo.pdf

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Comentario

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Comentario de Nelson Astegher el febrero 14, 2014 a las 10:54am

Hola Luzmila: Emerson curiosamente, no fue profundamente comprendido en su tiempo, su pensamiento, su subjetividad, su comprensión de la palabra no escrita y el pensamiento no manifestado, han ayudado al día de hoy, a millones de personas a pensar y llegar a comprender las complejas realidades de la vida. Muchas gracias por tu aporte y tu excelente compresión de Emerson.

 

Comentario de Luzmila Guisao Peña el enero 4, 2014 a las 11:27pm

No hay duda que Emerson sigue siendo un gran maestro, su filosofía es perenne porque habla del ser que no muere, su esencia, su alma, el Espíritu que anima la materia para darle vida. Confía en ti mismo, equivale a recordar nuestra verdadera naturaleza de origen Divino, sus valores, sus talentos, sus capacidades ilimitadas.. Que hermosa es la vida en si misma, tal como se presenta en todo el universo, donde la muerte no existe mas que para quien renuncia a vivir.Gracias una vez mas amigo Nelson por recordarmelo en este momento.        

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