"La nave Apolón se posó en la superficie de la Luna. Tras varios pequeños brincos pudo estabilizarse. Se abrió su rampa y por ella descendió el comandante Armstrong para pisar por primera vez el suelo de ese mundo desconocido". Estas palabras no pasarían de ser una escueta y muy sucinta crónica de la llegada del Hombre a nuestro satélite de no ser por un "insignificante" detalle: fueron escritas en 1954.
La cosa no es baladí. Nadie sabe qué se le pasó por la cabeza al sombrío escritor Lester del Rey para presentara en su editorial un manuscrito donde, por gracia de la casualidad imposible, se narraban hechos que estaban aún por llegar. Hay quien dice que el comandante astronauta Neil Armstrong, al leer aquella "novelucha" de insignificante tirada, se encogió de hombros. Él había sido, efectivamente, el primer hombre en dar el célebre "gran paso para la Humanidad" sobre la llanura de la Luna, tras bajar por la escalerilla del Apolo. Lo hizo en julio de 1969. Lo que nadie comprendía es por qué alguien lo había escrito quince años antes. Tecleando el futuro Ramón Felipe San Juan Mario Silvio Enrico Álvarez del Rey (1913-1993) era el nombre, o la ristra de nombres, del escritor que había tecleado el futuro. Tan escasos como eran sus lectores en la década de los cincuenta, pocos repararon en el detalle contenido en el interior de la primera edición de su novela Misión a la Luna. Lester del Rey, cumpliendo encargos para baratas colecciones de ciencia-ficción fue "profetizando" alguna que otra cosa durante su prolífica, aunque no muy exitosa carrera. Al final, y aunque la suerte le sonrió como editor, nunca quiso aclarar a sus seguidores el por qué de aquella casualidad. Hombre digno del género que cultivaba, se llevó el secreto a la tumba. En la época de aquel librito, que por lógica se acabó convirtiendo en incunable de culto, el irlandés Jonathan Swift ya llevaba dos largos siglos instalado en el Olimpo de los escritores inmortales gracias, sobre todo, a una obra compleja y llena de insólitas revelaciones: Los Viajes de Gulliver.Gestada en 1726, ha llegado hasta nuestros días encorsetada en el género que los críticos llaman "literatura juvenil". Y craso error sería hacer caso de las filiaciones de estos sesudos. Las fantásticas crónicas de Swift son, en realidad, una especie de lobo con piel de cordero; un oscuro saco sin fondo donde se mezclaron ideas revolucionadas, datos científicos inauditos, sincronías Inexplicables y, sobre todo, coincidencias Imposibles de achacar al azar.
Si hoy buceamos cuidadosamente por sus páginas encontraremos párrafos que nos harán pensar. Uno de los más enigmáticos dice lo siguiente:
"Se ven en el cielo dos estrellas menores o satélites que giran alrededor de Marte, tienen nombre de miedo y su Interior dista del planeta central tres veces su diámetro, en el caso de la primera, y el quíntuple en caso de la segunda...
Swift agregaba que en ese planeta rojo los seres tenían un solo ojo en mitad del cráneo y que hasta él se llegaba a bordo de "montañas volantes repletas de lunas". ¿Fantasía? ¿Imaginación desbordada? Eso se pensó en su época, aunque hay que reconocer que un escalofrío recorrió el espinazo de los lectores cuando comprobaron, 156 años después, cómo el astrónomo Asap Hall descubría las dos lunas de Marte. Jamás vistas hasta entonces, fueron bautizadas como Fobos (espanto) y Deimos (terror), el nombre de los caballos del dios de la guerra. Para añadir más misterio e incomprensión, las distancias y proporciones descritas en los viajes de Gulliver eran... ¡exactas¡
La máquina del tiempo: Poe, Verne y Clarke
A pesar de que la idea de un armatoste que nos traslada hacia el pasado o el futuro se le reconoce a H. G. Wells, la verdad es que fueron otros colegas escritores los que, en momentos muy concretos y en ocasiones con irritante insistencia, demostraban tener conocimientos imposibles para la época.
Un ejemplo dramático y escalofriante es el protagonizado por el genial Edgar Alan Poe, maestro del mundo de terror y tinieblas. De vida marcada por el alcohol y el delirio, construyó una novela en la que una barcaza quedaba a la deriva con cuatro supervivientes del naufragio. Al verse sin salida, los Integrantes de aquel "bote hacia la muerte" deciden devorar al grumete, llamado Richard Parker -el más bajo en el escalafón de mando- para poder sobrevivir, Gracias a su carne, los "caníbales" logran resistir y llegar a buen puerto.
El argumento de este capítulo de Las Aventuras de Gordon Pym, llamó la atención por lo macabro de una Imaginación desbordada. Sin embargo, 47 años después, ocurría algo frente a Cabo Verde que demostraba que Poe no se habla excedido un ápice en su Invención. La embarcación Mignonnete naufragó, quedando desahuciados cuatro hombres sobre un improvisado flotador en forma de tabla de madera. Tras vados días sin atisbar la costa, azuzados por el hambre, deciden comerse al más joven. Entre la prensa el hecho causa espanto; más aun cuando se descubre que la Infortunado víctima era el grumete. Un joven amable y rollizo que se llamaba Richard Parker.
Julio Verne, otro hombre misterioso, también fue pródigo en estos "adelantos al tiempo". Profetizó Ingenios como el helicóptero, las bombas de fragmentación, el cine sonoro o los rascacielos. Esto es conocido popularmente. Sin embargo, hay otros datos que, por su exactitud, estremecen. Durante años los ha estudiado pacientemente el periodista y sociólogo Gregorio Doval, llegando a conclusiones asombrosas. El ejemplo clave de anticipación lo desarrolla Verne en su obra De la Tierra a la Luna, escrita en 1865. En ella, el francés llama Columbiad al proyectil con humanos dirigido a Selene. Ciento cuatro años después el módulo de la nave Apolo que completara la misión real llevaba el nombre de Columbia, con un peso muy similar al ideado por el escritor. La vigilancia del viaje del proyectil se realiza en la novela desde un imaginario telescopio gigante, con lente de cinco metros de diámetro, situado en las Montañas Rocosas. Dimensiones y ubicación real del gran radiotelescopio de Monte Palomar.
El viaje en la obra de Verne se realiza a una velocidad de 40.000 km/h., consumándose el trayecto en 97 horas. En la realidad el Apolo XI viajó a 38.500 km/h y la navegación requirió 102 horas. Al regreso, la nave real amerizó en un punto concreto del Océano Pacífico, lugar que distaba tan solo cuatro kilómetros del imaginado por Verne un siglo antes.
Arthur C. Clarke, autor de obras como 2001: Odisea en el espacio, fue un fiel seguidor del genial autor francés. Subyugado con esa "visión del futuro" se lanzó a vaticinar mundos lejanos en el tiempo. En uno de ellos, diseñó con su mente el funcionamiento exacto de una red de satélites de comunicaciones. 25 años después, muchos científicos repararon en el dato de que el autor de ¿ciencia-ficción? había descrito a la perfección no sólo la forma, sino las distancias y el funcionamiento de estas máquinas del espacio. En su honor, la órbita geoestacionaria situada a 42 kilómetros de la Tierra se bautizó con el significativo nombre de "órbita Clarke".
Predecir la muerte
A Mark Twain pocos le hicieron caso. Su profecía tenía algo de siniestra y la gran fama que ya arrastraba sólo sirvió para que sus más allegados pensaran que todo se trataba de una pura excentricidad digna de un genio con ganas de más notoriedad. Sin embargo, él seguía empeñado en los últimos meses en vaticinar un hecho muy concreto. Huraño y preocupado, alejado del resto de los círculos intelectuales, barruntaba una única frase: "Yo nací con el cometa y me iré con él".
No fue hasta muchos años después cuando algunos biógrafos descubrieron la increíble coincidencia. Twain había fallecido por muerte natural al terminar el 21 de abril de 1910, en el preciso instante en que era perfectamente visible el paso del célebre cometa Halley. Rápidamente muchos echaron atrás las páginas de almanaques y calendarios temiéndose lo peor. El viejo Mark había nacido un buen día de 1835, momento en el que el cometa, visible tan solo una vez cada 70 años, dejaba su estela sobre el cielo. Su vida fue un periplo exacto entre las dos llegadas del gran coloso errante del espacio.
Cuatro siglos antes, en 1504, otro autor de obras científicas, el médico boloñés Bartolomé Cocles, fue víctima de una sincronicidad criminal. En la tarde del 24 de septiembre recibió en su consulta a un hombre aparentemente normal, a quien jamás había visto, y que parecía atormentado por dolores y males varios. Amante de la quiromancia y la alquimia, Cocles se animó a confesar al paciente que veía una nube negra, un temor profundo envolviendo su anatomía; un presagio de muerte. Tras permanecer varias horas con él realizó un diagnóstico extraño: aquel hombre, quién sabe si poseído por una fuerza desconocida, podía tener un ansia sanguinaria esa misma noche. Le recomendó ingresar en un sanatorio. Cuando la luna ya brillaba sobre las callejas de la zona medieval, el médico fue brutalmente masacrado a golpe de puñalada. El criminal fue detenido días después: era el hombre al que el propio galeno le había vaticinado la consumación de un asesinato.
De haberío sabido, David Jensen, protagonista de la sede El Fugitivo, hubiera procurado, muchos siglos después, no soñar aquella terrible escena. En una noche de pesadillas, el hombre se vio a sí mismo con un traje de alpaca negra y gruesa, con las manos cruzadas sobre el pecho y dentro de un viejo ataúd. Se escuchaban voces que, entre llantos, afirmaban que había caído fulminado por un ataque al corazón. Lógicamente impresionado, Jensen retrasó un nuevo rodaje para visitar a su médico de confianza. En la ciudad sanitaria le dijeron que no debía preocuparse: su organismo funcionaba como un reloj de precisión. Sin despejar del todo las tinieblas de su mente, el actor comentó a su familia el fatídico sueño y se acostó. A la mañana siguiente, un repentino infarto de miocardio lo dejaba postrado en el suelo. Llegó cadáver al hospital y a las dos jornadas reposaba con traje oscuro y las manos cruzadas sobre un ataúd entre el desconsuelo de sus colegas y allegados.
Dos incidentes sensacionales
Agosto de 1883, hora de cierre del periódico Boston Globe. El redactor jefe, De Sampson, acaba de tener un sueño terrible que aún se refleja en el sudor frío que le recorre el cuello. Le ha parecido algo tan real que, haciendo una especie de guiño macabro, lo coloca como noticia en un perdido recuadro de páginas interiores. Es una broma de mal gusto que apenas nadie detecta y que dice así: "36.000 muertos tras la erupción de un volcán en la isla asiática de Pralape".
La lógica bronca del director llegó al día siguiente. ¿Cómo era posible que un reportero experimentado hubiese publicado aquella sandez sobre un lugar ficticio? En un despacho de la parte alta del edificio se estaba especulando la multa o despido de Sampson cuando llegó una noticia referente a lo publicado en el Boston Globe. Varios investigadores e historiadores, sorprendidos por la noticia, demostraron con datos y viejos legajos en la mano cómo hacía unos siglos que un gran volcán había destruido la isla indonesia de Krakatoa, arrojando un balance de víctimas igual al soñado por el redactor. Sorprendente ¿verdad? Pero lo más intrigante estaba por llegar. Un nuevo informe universitario sentenció que los hechos ocurrieron a mediados del siglo XVII. En el momento de la erupción la isla tenía otro nombre, sólo conocido en lengua indígena: Pralape.
Siete años más tarde de este caso de supuesta y sensacional clarividencia del pasado, ocurrió un hecho demostrado con apabullantes pruebas históricas. El rey Humberto I de Italia (1844-1900), figura clave en la Europa de finales del sigo XIX, seria el protagonista de un suceso que hizo correr ríos de tinta y expresiones de terror y fatalidad por todo el país.
El 29 de julio de 1900 el monarca, como impulsado por un indomable presentimiento decidió almorzar en una modesta trattoria que nunca antes había visitado. Ya en su interior, entre plato y manjar, se percató sobresaltado de la similar fisonomía de uno de los camareros. Le mandó llamar a un apartado y allí supo que era en realidad el dueño del local. Cara a cara el rey comprobó que su rostro, orejas, nariz, cabello y estatura eran idénticos. Aquel hombre era una insólita gota de agua, un calco vivo de carne y hueso.
Comentando tan extraña similitud, Humberto I fue palideciendo al conocer que ambos habían nacido el mismo día -14 de marzo-, tenían sendas mujeres del mismo nombre, Margarita; y el dueño había abierto aquel lugar justo el mismo día -9 de enero de 1878- y a la misma hora, en que el rey había sido coronado. Una placa de bronce situada a la entrada daba fe de aquella nueva "coincidencia".
Alucinado por aquel encuentro, el monarca decidió invitar a su sosia al gran festival atlético que se iba a disputar aquella misma tarde en las pistas de Monza. Quedaron en ello, y tras un cordial apretón de manos, comentó, muy impresionado, toda la ristra de casualidades vividas a su nutrido séquito de acompañantes.
Ya en el palco, con un asiento reservado aún vacío para su 'extraño gemelo", el rey tuvo un nuevo presentimiento. Al mismo tiempo, un mensajero avanzó entre el público y le gritó la mala nueva: el dueño del restaurante había sido acribillado a balazos por unos criminales a la misma entrada de la puerta 1. Le habían sorprendido encañonándolo de frente.
Al instante se produjo un natural desasosiego entre los integrantes del palco. Consternado, sin saber bien qué hacer, el gobernante se removió a uno y otro lado para montaren su carruaje sintiendo la punzada del peligro muy cerca; como si fuera consciente de que faltaba un solo segundo para que una pistola traidora, la del anarquista Gaetano Bresci, se le apareciese con su frío destello negro para descerrajarle varios balazos a bocajarro. El monarca quedaba herido de muerte en el interior del coche de caballos.
¿Coincidencia? ¿Vidas paralelas? ¿Sincronicidad imposible? ¿Fuerzas e hilos que se entremezclan en los profundos laberintos del destino? Aquí están los hechos. A ustedes les corresponde opinar.
                                                                                                Estudio basado en la base de datos de Formar

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Comentario

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Comentario de Nelson Astegher el marzo 8, 2013 a las 10:12pm

Así es Luzmila, nuestra mente es el centro de operación divina, y Yo Soy es la voz de Dios dentro de nosotros, de pronto somos concientes de que nuestro entorno es nuestra propia creación y que no nos rige la casualidad sino la causalidad. Has sido conciente de la gran sabiduría que existe en cada detalle de la creación y de lo mucho que hay por conocer, por tu excelente pensamiento que va mucho mas allá del intelecto. Un abrazo, Nelson.

Comentario de Luzmila Guisao Peña el marzo 8, 2013 a las 11:56am

Aun no somos capaces de vislumbrar los insondables secretos, que han circundado nuestra propia existencia en el universo. La palabra infinito no cabe del todo en nuestro imaginario, y eso es lo que define el génesis del cual provenimos y por ello   nos acostumbramos a denominarlo  ficción. Nuestro sistema de creencias nos provee de mecanismos mentales que controlan esos pequeños agujeros de consciencia por donde a veces escapan esos destellos de misterio. podríamos indagar mucho mas en estos asuntos impresionantes y descubrir sobre nosotros mismos, datos que definitivamente nos ayudarían a  ser mas humildes ante nuestra propia grandeza y la del universo.Gracias amigo Nelson por proponernos estos espacios tan valiosos de reflexión.

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