No debemos creer a los muchos que dicen que sólo se ha de educar al pueblo libre, sino más bien a los filósofos que dicen que sólo los cultos son libres.
EPICTETO, filósofo romano y antiguo esclavo.
Frederick Bailey era un esclavo. En Maryland, en la década de 1820, era un niño sin madre ni padre que le cuidasen. («Es costumbre común —escribió más tarde— separar a los niños de sus madres... antes de llegar al duodécimo mes.» Era uno de los incontables millones de niños esclavos con nulas perspectivas realistas de una vida plena.
Lo que Bailey vio y experimentó de pequeño le marcó para siempre: «A menudo me han despertado al nacer el día los alaridos desgarradores de una tía mía a la que [el supervisor] solía atar a un poste para azotarle la espalda desnuda hasta dejarla literalmente cubierta de sangre... De la salida a la puesta del sol se dedicaba a maldecir, desvariar, herir y azotar a los esclavos del campo... Parecía disfrutar manifestando su diabólica barbarie.»
A los esclavos les habían metido en la cabeza, tanto en la plantación como desde el pulpito, el tribunal y la cámara legislativa, la idea de que eran inferiores hereditariamente, que Dios los destinó a la miseria. La Santa Biblia, como se confirmaba en un número incontable de pasajes, consentía la esclavitud. De ese modo, la «peculiar institución» se mantenía a sí misma a pesar de su naturaleza monstruosa... de la que hasta sus practicantes debían de ser conscientes.
Había una norma muy reveladora: los esclavos debían seguir siendo analfabetos. En el sur de antes de la guerra, los blancos que enseñaban a leer a un esclavo recibían un castigo severo. « [Para] tener contento a un esclavo —escribió Bailey más adelante— es necesario que no piense. Es necesario oscurecer su visión moral y mental y, siempre que sea posible, aniquilar el poder de la razón.»
Esta es la razón por la que los negreros deben controlar lo que oyen, ven y piensan los esclavos. Esta es la razón por la que la lectura y el pensamiento crítico son peligrosos, ciertamente subversivos, en una sociedad injusta.
Imaginemos ahora a Frederick Bailey en 1829: un niño afroamericano de diez años, esclavizado, sin derechos legales de ningún tipo, arrancado tiempo atrás de los brazos de su madre, vendido entre los restos diezmados de su amplia familia como si fuera un becerro o un poni, enviado a una casa desconocida en una extraña ciudad de Baltimore y condenado a una vida de trabajos forzados sin perspectiva de redención.
Bailey fue a trabajar para el capitán Hugh Auld y su esposa, Sophia, y pasó de la plantación al frenesí urbano, del trabajo de campo al trabajo doméstico. En este nuevo entorno, todos los días veía cartas, libros y gente que sabía leer. Descubrió lo que él llamaba «el misterio» de leer: había una relación entre las letras de la página y el movimiento de los labios del que leía, una correlación casi de uno a uno entre los garabatos negros y los sonidos expresados. Subrepticiamente, estudiaba el Webster Spelling Book de Tommy Auld. Memorizó las letras del alfabeto. Intentó entender qué significaban los sonidos. Finalmente, pidió a Sophia Auld que le ayudase a aprender. Impresionada por la inteligencia y dedicación del chico, y quizá ignorante de las prohibiciones, accedió a ello.
Cuando Frederick ya empezaba a deletrear palabras de tres o cuatro letras, el capitán Auld descubrió lo que sucedía. Furioso, ordenó a Sophia que dejara aquello inmediatamente. En presencia de Frederick, le explicó: Un negro no debe saber otra cosa que obedecer a su amo... hacer lo que se le dice. Aprender echaría a perder al mejor negro del mundo. Si enseñas a un negro a leer, será imposible mantenerlo. Le incapacitará para ser esclavo a perpetuidad.
Auld reprendió a Sophia con estas palabras como si Frederick Bailey no estuviera en la habitación con ellos, o como si fuera un bloque de piedra. Pero Auld había revelado el gran secreto a Bailey: «Ahí entendí... el poder del hombre blanco para esclavizar al negro. A partir de este momento entendí el camino de la esclavitud a la libertad.»
Desprovisto de la ayuda de Sophia Auld, ahora reticente e intimidada, Frederick encontró la manera de seguir aprendiendo a leer, preguntando incluso por la calle a los niños blancos que iban a la escuela.
Entonces empezó a enseñar a sus compañeros esclavos: «Habían tenido siempre el pensamiento en ayunas. Los habían encerrado en la oscuridad mental. Yo les enseñaba, porque era una delicia para mi alma.»
El hecho de saber leer jugó un papel clave en su fuga. Bailey escapó a Nueva Inglaterra, donde la esclavitud era ilegal y los negros eran libres.
Cambió su nombre por el de Frederick Douglas (personaje de La dama del lago de Walter Scott), eludió a los cazadores de recompensas que perseguían a esclavos fugitivos y se convirtió en uno de los mayores oradores, escritores y líderes políticos de la historia americana. Toda su vida fue consciente de que la alfabetización le había abierto el camino.
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El noventa y nueve por ciento del tiempo de existencia de humanos en la Tierra, no había nadie que supiera leer ni escribir. Todavía no se había hecho el gran invento. Aparte de la experiencia de primera mano, casi todo lo que sabíamos se transmitía de manera oral. Como en el juego infantil del «teléfono», durante decenas y centenares de generaciones la información se iba distorsionando lentamente y acababa perdida.
Los libros lo cambiaron todo. Los libros, que se pueden comprar a bajo coste, nos permiten preguntarnos por el pasado con gran precisión, aprovechar la sabiduría de nuestra especie, entender el punto de vista de otros, y no sólo de los que están en el poder; contemplar —con los mejores maestros— los conocimientos dolorosamente extraídos de la naturaleza por las mentes más grandes que jamás existieron, en todo el planeta y a lo largo de toda nuestra historia. Permiten que gente que murió hace tiempo hable dentro de nuestras cabezas. Los libros nos pueden acompañar a todas partes.
Los libros son pacientes cuando nos cuesta entenderlos, nos permiten repasar las partes difíciles tantas veces como queramos y nunca critican nuestros errores. Los libros son la clave para entender el mundo y participar en una sociedad democrática.
Según algunos estudios, la alfabetización de los afroamericanos ha progresado mucho desde la emancipación. En 1860 se estima que sólo cerca del cinco por ciento de afroamericanos sabían leer y escribir. En 1890 se consideró alfabetizado un treinta y nueve por ciento, según el censo de Estados Unidos y, en 1969, el noventa y seis por ciento. Entre 1940 y 1992, la fracción de afroamericanos que terminaban la enseñanza superior subió del siete al ochenta y dos por ciento. Pero se pueden hacer preguntas razonables sobre la calidad de la educación y los niveles de alfabetización demostrada.
Estas cuestiones son aplicables a todos los grupos étnicos.
Un estudio nacional realizado por el Departamento de Educación de Estados Unidos traza un cuadro de un país con más de cuarenta millones de adultos apenas alfabetizados. Otras estimaciones son mucho peores. La alfabetización de adultos jóvenes ha caído de manera espectacular en la última década. Sólo del tres al cuatro por ciento de la población puntúa en el nivel de lectura más alto de cinco (esencialmente, todos los de este grupo han ido a la universidad). La inmensa mayoría no tienen ni idea de lo mal que leen. Sólo el cuatro por ciento de los que tienen el nivel de lectura más alto son pobres, pero el cuarenta y tres por ciento de los que tienen el nivel de lectura más bajo son pobres. Aunque, desde luego, no es el único factor, en general, cuanto mejor lees, más ganas: un promedio de unos 12 000 dólares al año en el más bajo de estos niveles de lectura y cerca de 34 000 dólares al año en el más alto. Parece ser una condición necesaria, si no suficiente, para ganar dinero. Y es mucho más probable estar en la cárcel si uno es analfabeto o casi. (Al evaluar esos hechos, debemos cuidar de no deducir impropiamente la causa de la correlación.)
También, la gente más pobre alfabetizada y marginal tiende a no entender que las elecciones podrían ayudarlos a ellos y a sus hijos y, en número asombrosamente desproporcionado, dejan de votar. Eso va socavando la democracia en sus raíces.
Si Frederick Douglas pudo aprender cuando era un niño esclavizado y entrar en el alfabetismo y la grandeza, ¿por qué hoy, en una época tan ilustrada, queda alguien que no sabe leer? Bien, no es tan sencillo, en parte porque pocos de nosotros somos tan brillantes y valientes como Frederick Douglas, pero también por otras razones importantes.
Si uno crece en una casa donde hay libros, donde alguien le lee, donde padres, hermanos, tías, tíos y primos leen por placer, es natural que aprenda a leer. Si no hay nadie cerca que disfrute leyendo, ¿dónde está la prueba de que vale la pena? Si la calidad de la educación que uno tiene a su alcance es inadecuada, si a uno le enseñan a memorizar al pie de la letra y no a pensar, si el contenido de lo que se nos da para leer viene de una cultura casi ajena, la alfabetización puede ser un camino lleno de obstáculos.
Es preciso asimilar, hasta convertirlas en una segunda piel, docenas de letras mayúsculas y minúsculas, símbolos y señales de puntuación, memorizar cómo se deletrea cada palabra y aprender una serie de normas rígidas y arbitrarias de gramática. Si uno está condicionado por la ausencia de apoyo básico familiar o ha caído en un mar de rabia, negligencia, explotación, peligro y odio a sí mismo, puede llegar perfectamente a la conclusión de que aprender a leer cuesta demasiado y no vale la pena esforzarse. Si uno recibe repetidamente el mensaje de que es demasiado estúpido para aprender (o, el equivalente funcional, demasiado enrollado para aprender), y si no hay nadie que le contradiga, podría aceptar perfectamente este pernicioso consejo. Siempre hay algunos niños —como Frederick Bailey— que vencen al destino. Son demasiados los que no lo hacen.
Pero, más allá de todo eso, si uno es pobre, hay una manera insidiosa de crear otra dificultad en el esfuerzo por leer... e incluso pensar.
Ann Druyan y yo venimos de familias que conocieron la pobreza.
Pero nuestros padres eran lectores apasionados. Una abuela nuestra aprendió a leer porque su padre, un pobre granjero, cambió un saco de cebollas por libros a un maestro itinerante. Se pasó los cien años siguientes leyendo. A nuestros padres les habían metido en la cabeza la higiene personal y la teoría microbiana de la enfermedad en las escuelas públicas de Nueva York.
Seguían las prescripciones sobre nutrición infantil que recomendaba el Departamento de Agricultura como si se las hubieran entregado en el monte Sinaí. El libro del gobierno sobre salud pública que teníamos estaba pegado por todas partes porque se le caían las páginas de tanto usarlo. Tenía las esquinas arrugadas. Los consejos básicos estaban subrayados. Lo consultaban siempre que había una crisis de salud. Durante un tiempo, mis padres dejaron de fumar —uno de los pocos placeres que tuvieron a su alcance durante los años de la Depresión— para que sus hijos pudieran tomar vitaminas y suplementos minerales. Ann y yo tuvimos mucha suerte.
Recientes investigaciones demuestran que cuando los niños no comen lo suficiente terminan con una disminución de la capacidad de entender y aprender («deterioro cognitivo»). Eso no sólo ocurre cuando el hambre es atroz. Puede suceder incluso con una ligera desnutrición: el tipo más común entre los pobres de Norteamérica. Eso puede ocurrir antes de que nazca el niño (si la madre no come lo suficiente), en la primera infancia o en la niñez. Cuando no hay bastante comida, el cuerpo tiene que decidir cómo invertir los alimentos limitados de que dispone. Lo primero es la supervivencia. El crecimiento viene en segundo lugar. En esta criba nutritiva, el cuerpo parece obligado a calificar el aprendizaje en último lugar. Mejor ser estúpido y estar vivo, deduce, que listo y muerto.
En lugar de mostrar entusiasmo y deseo de aprender —como hacen la mayoría de los jóvenes saludables— el niño mal nutrido se vuelve aburrido, apático e insensible. La desnutrición más grave es causa de menor peso al nacer y, en sus formas más extremas, de cerebros más pequeños. Sin embargo, hasta un niño con un aspecto perfectamente sano pero con falta de hierro, por ejemplo, sufre un declive inmediato en su capacidad de concentrarse. La anemia por deficiencia de hierro puede afectar a más de una cuarta parte de todos los niños con bajos ingresos de Norteamérica; afecta al período de concentración y memoria y puede tener secuelas hasta bien entrada la edad adulta.
Lo que en otros tiempos se consideraba una desnutrición relativamente ligera, ahora se cree potencialmente asociado al deterioro cognitivo de toda la vida. Los niños desnutridos, aunque sea por poco tiempo, sufren una disminución de su capacidad de aprender. Y millones de niños norteamericanos pasan hambre todas las semanas. El envenenamiento por plomo, que es endémico en ciudades del interior, también provoca serios déficits de aprendizaje. Según muchos criterios, la prevalencia de la pobreza en Norteamérica ha crecido de manera constante desde principios de la década de los ochenta. Casi una cuarta parte de niños de Estados Unidos viven ahora en la pobreza: la tasa más alta de pobreza infantil en el mundo industrializado. Se estima que, sólo entre 1980 y 1985, murieron más bebés y niños estadounidenses de enfermedades evitables, desnutrición y otras consecuencias de la pobreza extrema que en todas las batallas americanas durante la guerra del Vietnam.
Algunos programas sabiamente instituidos a nivel federal o estatal se ocupan de la desnutrición. El programa de suplemento especial de alimentos para mujeres, bebés y niños (WIC), desayunos escolares y programas de comida, el programa de servicio alimentario de verano... todos han demostrado funcionar, aunque no llegan a toda la gente que los necesita. Un país tan rico es plenamente capaz de proporcionar comida suficiente a todos sus niños.
Algunos efectos deletéreos de la desnutrición se pueden eliminar; la terapia de reposición de hierro, por ejemplo, puede subsanar algunas consecuencias de la anemia por deficiencia de hierro.
Pero no todos los daños son reversibles. Sus causas (tanto si son biológicas, como psicológicas o ambientales) suelen ser indeterminadas. Pero ahora hay métodos que ayudan a aprender a leer a personas con dislexia.
No debería haber nadie que no pudiera aprender a leer porque no tiene la educación a su alcance. Pero hay muchas escuelas en Estados Unidos donde se enseña a leer como si se tratara de una excursión tediosa a los jeroglíficos de una civilización desconocida, y muchas aulas en las que no se puede encontrar ni un solo libro. Lamentablemente, la demanda de clases de alfabetización adulta sobrepasa en mucho la oferta. Los programas de educación precoz de alta calidad como Head Start pueden tener un éxito enorme en la preparación de los niños para la lectura. Pero Head Start sólo llega a un tercio o un cuarto de preescolares candidatos, muchos de sus programas han quedado menguados por las reducciones de fondos, y tanto éste como los programas de nutrición que he mencionado están sometidos a un nuevo ataque en el Congreso mientras escribo estas páginas.
En un libro de 1994 titulado The Bell Curve, de Richard J. Hernstein y Charles Murray, se critica el Head Start. Sus argumentos han sido plasmados por Gerard Coles de la Universidad de Rochester:
Primero financian inadecuadamente un programa para niños pobres, luego niegan todo el éxito conseguido a pesar de obstáculos abrumadores y finalmente concluyen que el programa debe ser eliminado porque los niños son inferiores intelectualmente.
El libro, que sorprendentemente recibió una atención respetuosa de los medios de comunicación, concluye que hay un abismo hereditario irreductible entre blancos y negros: de diez a quince puntos en los tests de inteligencia. En un informe, el psicólogo León J. Kamin llega a la conclusión de que «los autores fracasan repetidamente en la distinción entre correlación y causación»: una de las falacias de nuestro equipo de detección de camelos.
El Centro Nacional de Alfabetismo Familiar, con sede en Louisville, Kentucky, ha estado aplicando programas dedicados a familias con bajos ingresos para enseñar a leer tanto a los niños como a sus padres. Funciona de este modo: el niño, de tres o cuatro años, asiste a la escuela tres días a la semana junto con un padre o, posiblemente, un abuelo o guardián. Mientras los adultos pasan la mañana aprendiendo las herramientas académicas básicas, el niño está en una clase preescolar. Padres e hijos se encuentran para comer y luego «aprenden a aprender juntos» durante el resto de la tarde.
Un estudio de seguimiento de catorce programas de este tipo en tres estados reveló: 1) Aunque se había apuntado que todos los niños corrían el riesgo de un fracaso escolar como preescolares, sólo el diez por ciento seguían todavía en riesgo según los profesores de la escuela elemental del momento. 2) Más del noventa por ciento estaban considerados por sus profesores de la escuela elemental del momento como motivados para aprender. 3) Ninguno de los niños tuvo que repetir ningún curso en la escuela elemental.
El crecimiento de los padres no era menos espectacular. Cuando se les pidió que describieran el cambio que había supuesto en sus vidas el programa de alfabetismo familiar, las respuestas típicas eran un aumento de la confianza en sí mismos (casi todos los participantes) y más autocontrol, habían aprobado exámenes equivalentes a los de la escuela superior, habían sido admitidos en la universidad, tenían un trabajo nuevo y unas relaciones mucho mejores con sus hijos. La descripción de los niños es que eran más amables con sus padres, deseaban aprender y—en algunos casos por primera vez— tenían esperanza en el futuro. Esos programas también podían usarse en cursos posteriores para enseñar matemáticas, ciencia y mucho más.
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Tiranos y autócratas han entendido siempre que el alfabetismo, el conocimiento, los libros y los periódicos son un peligro en potencia. Pueden inculcar ideas independientes e incluso de rebelión en las cabezas de sus súbditos. El gobernador real británico de la Colonia de Virginia escribió en 1671:
Agradezco a Dios que no haya escuelas libres ni imprenta; y espero que no [los] tengamos durante los [próximos] cien años; porque el conocimiento ha traído la desobediencia, la herejía y las sectas al mundo, y la imprenta los ha divulgado y ha difamado al mejor gobierno. ¡Que Dios nos proteja de ambos!
Pero los colonos americanos, conscientes de dónde radica la libertad, no querían saber nada de esto.
En sus primeros años. Estados Unidos contó con una de las tasas de alfabetización más altas del mundo, quizá la más alta. (Desde luego, en aquellos días, los esclavos y las mujeres no contaban.) Ya en 1635 había escuelas públicas en Massachusetts y, en 1647, educación obligatoria en todas las ciudades con más de cincuenta «casas». Durante el siguiente siglo y medio, la democracia educativa se extendió por todo el país. Venían políticos teóricos del extranjero para ser testigos de esta maravilla nacional: grandes cantidades de trabajadores que sabían leer y escribir. La devoción norteamericana a la educación para todos impulsó el descubrimiento y la invención, un vigoroso proceso democrático y un empuje que accionó la vitalidad económica de la nación.
Hoy en día, Estados Unidos no es líder del mundo en alfabetización. Muchas personas que se consideran alfabetizadas no son capaces de leer ni entender material muy sencillo, menos todavía un libro de texto de sexto curso, un manual de instrucciones, un horario de autobuses, una declaración de hipoteca o una papeleta de voto. Y, mientras los libros de texto de sexto curso de hoy en día presentan un desafío mucho menor que los de hace unas décadas, la exigencia de alfabetización en el trabajo se ha hecho mucho mayor que nunca.
Los mecanismos de la pobreza, la ignorancia, la desesperanza y la baja autoestima se mezclan para crear una especie de máquina de fracaso perpetuo que va reduciendo los sueños de generación en generación. Todos soportamos el coste de mantenerla funcionando. El analfabetismo es su eje esencial.
Aunque tengamos el corazón endurecido ante la vergüenza y la miseria que experimentan las víctimas, el coste del analfabetismo para todos es muy alto: el coste en gastos médicos y hospitalización, el coste en crimen y prisiones, el coste en educación especial, el coste en baja productividad y en mentes potencialmente brillantes que podrían ayudar a resolver los problemas que nos preocupan.
Frederick Douglas demostró que la alfabetización es el camino que lleva de la esclavitud a la libertad. Hay muchos tipos de esclavitud y muchos tipos de libertad. Pero leer sigue siendo el camino.
Frederick Douglas después de la fuga
Cuando tenía apenas veinte años, huyó hacia la libertad. Se instaló en New Bedford con su esposa, Anna Murray, y trabajó como jornalero común.
Cuatro años después, le invitaron a hablar en una asamblea. En aquel tiempo, en el Norte, no era raro escuchar a los grandes oradores del día —es decir, blancos— denostando contra la esclavitud. Pero incluso muchos de los que se oponían a la esclavitud consideraban a los esclavos algo inferiores a los humanos. La noche del 16 de agosto de 1841, en la pequeña isla de Nantucket, los miembros de la Sociedad Antiesclavista de Massachussets, mayormente cuáquera, se inclinaron hacia adelante en sus asientos para escuchar algo nuevo: una voz que se oponía a la esclavitud de alguien que la conocía por amarga experiencia personal.
Su mero aspecto y porte destruía el mito entonces prevaleciente del «servilismo natural» de los afroamericanos. Al decir de todos, su elocuente análisis de los males de la esclavitud fue uno de los debuts más brillantes en la historia de la oratoria americana. William Lloyd Garrison, el principal abolicionista del día, estaba sentado en primera fila. Cuando Douglas terminó su discurso, Garrison se levantó, se volvió hacia la asombrada audiencia y los desafió con una pregunta a gritos:
— ¿Acabamos de escuchar a una cosa, un bien mueble personal, o a un hombre?
— ¡Un hombre! ¡Un hombre! —respondió la audiencia con una sola voz.
— ¿Se puede mantener a un hombre así como esclavo en una tierra cristiana?—preguntó Garrison.
— ¡No! ¡No! —gritó la audiencia, y aún más alto, Garrison inquirió:
— ¿Se podría obligar a un hombre así a volver a la esclavitud desde la tierra libre del viejo Massachusetts? Y el público, ahora puesto en pie, exclamó:
— ¡No! ¡No!
Nunca volvió a la esclavitud. En cambio, como autor, editor y productor de periódicos, como orador en Estados Unidos y en el extranjero, y como primer afroamericano que ocupó una alta posición de asesoría en el gobierno, dedicó el resto de su vida a luchar por los derechos humanos. Durante la guerra civil fue consultor del presidente Lincoln. Douglas abogó con éxito por armar a los esclavos para luchar con el Norte, por la venganza federal contra los prisioneros de guerra confederados acusados de la ejecución sumaria de los soldados afroamericanos capturados, y por la libertad de los esclavos como principal objetivo de la guerra.
Muchas de sus opiniones eran mordaces, poco aptas para hacerle ganar amigos en altos cargos:
Afirmo sin el menor género de dudas que la religión del Sur es una mera cobertura para los crímenes más horribles... una justificación de la barbarie más espantosa, una santificación de los fraudes más odiosos y un oscuro refugio bajo el que los actos más oscuros, más asquerosos, más burdos e infernales de los negreros encuentran la mayor protección. Si me volvieran a reducir a las cadenas de la esclavitud, después de aquella esclavitud, consideraría la mayor calamidad que podía acontecerme ser esclavo de un amo religioso... Yo... detesto el cristianismo que maltrata a las mujeres, les roba a los hijos en la cuna, corrupto, esclavista, parcial e hipócrita de esta tierra.
Comparado con la retórica racista de inspiración religiosa de aquella época y posterior, los comentarios de Douglas no parecen una hipérbole. «La esclavitud es de Dios», solían decir en tiempos anteriores a la guerra. Como un ejemplo odioso de los muchos de después de la guerra civil, el libro de Charles Carroll The Negro a Beast (St. Louis: American Book and Bible House) enseñaba a los lectores piadosos que «la Biblia y la Revelación Divina, además de la razón, enseñan que el negro no es humano». Más recientemente, algunos racistas rechazan todavía el sencillo testimonio escrito en el ADN de que no sólo todas las razas son humanas sino prácticamente indistinguibles y mencionan la Biblia como «baluarte inexpugnable» para no examinar siquiera la prueba.
Vale la pena apuntar, sin embargo, que gran parte del fermento abolicionista surgió de comunidades cristianas, especialmente cuáqueras, del Norte; que las Iglesias cristianas negras del Sur representaron un papel clave en la lucha por los derechos civiles americanos de la década de los sesenta; y que muchos de sus líderes —el más notable, Martín Luther King, Jr. — eran ministros ordenados de estas Iglesias.
Douglas se dirigió a la comunidad blanca con estas palabras:
[La esclavitud] pone grilletes a nuestro progreso, es enemiga de la mejora, enemiga mortal de la educación; alienta el orgullo, alimenta la indolencia, promueve el vicio, da refugio al crimen, es una maldición de la tierra que la mantiene y, sin embargo, os aferráis a ella como si fuera la tabla de salvación de todas vuestras esperanzas.
En 1843, cuando se encontraba dando conferencias en Irlanda poco antes del hambre de la patata, le conmovió la absoluta pobreza de aquel lugar y escribió a Garrison: «Veo aquí muchas cosas que me recuerdan mi antigua condición, y confieso que me avergonzaría elevar mi voz contra la esclavitud americana, pero sé que la causa de la humanidad es la misma en el mundo entero.» Se opuso francamente a la política de exterminio de los nativos americanos. Y, en 1848, en la Convención de Séneca Falls, cuando Elizabeth Cady Stanton tuvo la osadía de pedir un esfuerzo para asegurar el voto de las mujeres, Douglas fue el único hombre de cualquier grupo étnico que se levantó para apoyar la propuesta.
La noche del 20 de febrero de 1895 —más de treinta años después de la Emancipación—, tras una aparición en un mitin por los derechos de la mujer junto a Susan B. Anthony, sufrió un colapso y murió.
Años más tarde escribió sobre la Biblia con palabras que recordaban las de Douglas. “No conozco otro libro que preconice tan plenamente el sometimiento y la degradación de las mujeres”

                                                                                                                                                      Carl Sagan

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