UNA MIRADA A LA ACTUAL FILOSOFÍA DE LA CULTURA LATINOAMERICANA por Nelson Astegher

El matemático Poincaré dice en uno de sus libros: “Carlyle ha escrito en alguna parte: Sólo me importa el hecho. El filósofo Schopenhauer, basándose en esa misma diferencia que existe entre la actitud del hombre que investiga lo individual y la del hombre que investiga lo general, expresó un desprecio absoluto por la historia. La filosofía y la ciencia, decía Schopenhauer, se esfuerzan por hacemos comprender que todo fue y será siempre lo mismo; la historia, en cambio, se empeña en mostrarnos que todo fue y será diferente. La historia no se repite; es, por el contrario, lo que nunca se repite. Eso basta, según el gran pesimista alemán, para que despreciemos la investigación histórica. “Estudio de lo fugaz, la historia es indigna de los esfuerzos del espíritu humano, que, ya que es perecedero, debe elegir como objeto de su investigación lo que nunca perece”
En virtud de consideraciones de este tipo, se le ha negado a la his¬toria carácter de ciencia. La ciencia estudia lo general, y la historia lo individual; la historia no es, pues ciencia. “Ciencia de lo individual” sería una contradicción. La historia es un saber, pero no una ciencia, porque ningún conocimiento histórico es conocimiento que importe, como vale todo conocimiento científico, para multitud de casos particulares.
La historia, en resumen, puede no ser ciencia por dos razones: porque estudia lo individual y no lo general; porque estudia los hechos para los cuales el tiempo es lo que más importa, y no los hechos para los cuales el tiempo no interesa.
Lo que da a lo individual el valor que llamamos histórico no es su condición de caso particular del hecho general que lo abarca, sino su condición de hecho único, no repetible. Los hechos individuales, objeto del conocimiento histórico, son ina¬gotables. Sobre un mismo hecho, el historiador siempre tiene algo más que aprender. Sobre estos hechos deseamos explayarnos para indagar lo sucedido, esta vez con las conductas del hombre hacia su propia especie.

¿Cuales son, entonces, los justos confines de la soberanía del individuo sobre sí mismo?
¿En dónde comienza el poder de la sociedad?
¿Qué parte de la vida corresponde dirigir al individuo y que parte a la sociedad?
Es indudable que cada uno recibirá la que le corresponda, siempre que tenga la que le interese más particularmente. La individualidad debe gobernar aquella parte que interesa principalmente al individuo; y la sociedad la que interesa principalmente a ella.
Aunque la sociedad no se base en un tratado, y aunque de nada sirve inventar uno para deducir de él deberes sociales, todos los que reciben la protección de la sociedad están obligados a devolver algo a cambio de este beneficio. El solo hecho de vivir en sociedad asigna a cada uno una determinada línea de conducta para con los demás. Esta conducta consiste: primero, en no perjudicar los intereses ajenos o más bien, algunos de estos intereses que, ya por una disposición legal, ya por un acuerdo tácito, deben ser considerados como derechos; segundo, en tener cada uno su parte (que debe fijarse según un principio de igualdad) en los trabajos y expiaciones necesarios para defender la sociedad o sus miembros contra cualquier injuria o diatriba. La sociedad tiene el derecho incondicional de imponer estas obligaciones a los que pretendan eludirlas pudiendo hacer aún más si fuese necesario.
Pueden los actos de un individuo ser perjudiciales a otro o no tener en consideración lo bastante su bienestar, sin llegar a violar ninguno de sus derechos reconocidos. El ofender, entonces, puede en justicia ser castigado por la opinión, aunque no lo sea por la ley. Desde que la conducta de una persona es perjudicial a los intereses de otro, la sociedad tiene el derecho de juzgarla; y el problema de saber si esta intervención favorecerá o no el bienestar general se convierte en asunto de discusión. Pero no debe haber debate cuando la conducta de una persona no afecta más que a sus propios intereses, o no afecta a los intereses de los demás, porque ellos lo quieren así (en el supuesto de que todas las personas interesadas sean de edad madura y estén dotadas de una inteligencia ordinaria). En semejante caso debería disfrutarse de completa libertad legal y social, para hacerlo todo, ateniéndose a las consecuencias.
Se comprenderían tortuosamente estas ideas si se viera en ellas una escuela de indiferencia egoísta, que pretende que los seres humanos no tienen nada que ver mutuamente en su conducta respectiva, y que no deben preocuparse del bienestar y de las acciones de los demás sino cuando su propio interés entra en juego. En lugar de disminuir, lo que hace falta es acrecentar los esfuerzos desinteresados para favorecer el bien ajeno. Pero la benevolencia desinteresada puede encontrar otros instrumentos para convencer a la gente de lo que es su bien, mejores que las correas o el látigo figurado o real. No queremos en manera alguna despreciar las virtudes personales; sólo que deben entrar en escena después de las virtudes sociales.
El empleo de la educación es igualmente necesario para el cultivo de unas y otras. Pero supuesto que la educación obre por convicción y persuasión, y a veces por la compulsión, solamente por los dos primeros medios, y terminada ya la educación, deberían inculcarse las dignidades personales. Los hombres deben ayudarse unos a otros para distinguir lo mejor de lo peor, y animarse para preferir lo primero y evitar lo segundo. Deberían estimularse perdurablemente en el ejercicio cada vez mayor de sus más nobles facultades, y en una dirección siempre progresiva de sus sentimientos y de sus miras hacia lo que sea serio y elevado, no estúpido ni inconsecuente. La manera cómo se interesa la sociedad (excepto en lo relativo a su conducta con los demás) es parcial e indirecta, mientras que en todo aquello que se refiere a sus sentimientos y a su posición, el hombre o la mujer más ordinaria saben infinitamente más y mejor a qué atenerse que cualquier otro. La intervención de la sociedad para dirigir el juicio y los deseos de un hombre en lo que a nadie más que a él interesa, se funda siempre en presunciones generales; ahora bien, estas presunciones pueden ser completamente falsas, y aun siendo justas probablemente serían mal aplicadas en cada caso por las personas que no conocen más que la superficie de los hechos.

La colonización de América del Norte fue obra de ingleses y franceses, Juan Caboto, al servicio de Inglaterra, exploró en 1497, la cuenca de San Lorenzo y a principios del siglo XVI. Giovanni da Verazzano y Jacques Cartier exploraron la nueva Francia. La penetración en las regiones del interior empezó en el siglo XVII, en 1607 se instaló en Virginia la primera colonia inglesa y en 1620 un grupo de puritanos a bordo del Mayflower se estableció en Plymouth. Las colonias inglesas progresaron rápidamente, e incluso las francesas adquirieron notable desarrollo, Québec fue fundada en 1608 y Montreal en 1642, pero en el Canadá las diferencias entre los colonos de ambas procedencias condujeron a una guerra que terminó con la derrota y de los franceses, por lo cual este país pasó a ser colonia de Inglaterra(1763). Aun cuando el gobierno de Londres concedió cierta autonomía a sus posesiones de allende el Atlántico, quiso no obstante, reservarse todo al comercio, por lo que continuó exigiendo impuestos y negando, además, a los colonos a un verdadero autogobierno. Esto fue la causa de un creciente descontento que desembocó en la guerra de independencia de los Estados Unidos (1776— 1783), cuya consecuencia fue el nacimiento de un nuevo estado soberano y democrático.
El Canadá que permaneció fiel a la metrópoli, obtuvo diversas concesiones.
El espíritu de independencia se propagó rápidamente desde los Estados Unidos a Hispanoamérica. Y así en los albores del siglo XIX, y sobre todo como consecuencia de la invasión napoleónica en la península Ibérica se inició, en las posesiones españolas y portuguesas, un vasto movimiento emancipador que, en el curso de pocos años, acabó con los regímenes coloniales. Los principales jefes de la emancipación americana fueron Simón Bolívar y José de San Martín, sólo en el Brasil se había constituido un imperio, bajo el cetro de un príncipe de la casa de Braganza( la casa reinante en Portugal), pero que fue de corta duración, y otra más breve todavía en México, siendo nombra¬do emperador Agustín de Iturbide, que antes había luchado en favor de España. Pero tanto México como Brasil se convirtieron pronto en repúblicas.
La historie de los países hispanoamericanos difiere completamente de la de sus grandes vecinos del Norte, los Estados Unidos y el Canadá.
En los países de América del Sur reinó largo tiempo, la inestabilidad política, produciéndose una sucesión de cruentas revoluciones y sordas luchas intestinas. Con frecuencia las distintas repúblicas lucharon entre sí por cuestiones territoriales o a causa de otras rivalidades. Faltos totalmente de experiencia política, muchos de estos países estuvieron, durante largos periodos, bajo el gobierno de dictadores.
Los Estados Unidos y el Canadá lograron, por el contrario rápidos progresos, el gobierno de Washington, en particular, se colocó pronto a la cabeza del hemisferio. El presidente Monroe definió claramente en 1823, la política de Estados Unidos, sintetizándola con la fórmula “América para los americanos”, dando a entender con ellos que su país no permitiría a ninguna potencia europea fundar nuevas colonias en el conti¬nente Americano, ni engrandecer las existentes, ni reconocer las perdidas.
La influencia de Estados Unidos fue siempre en aumento, hasta llegar a transformarla en une verdadera hegemonía. A principios de 1900 el presidente Teodoro Roosevelt pudo sostener abiertamente el derecho de los Estados Unidos a intervenir en los países hispanoamericanos políticamente inestables. No obstante, a fines del siglo XIX, algunos de esos estados lograron cierta prosperidad económica gracias a la ingente inmigración europea, compuesta de españoles e italianos y en consecuencia una mayor madurez y estabilidad. Por una parte se formaron partidos liberales que intentaron limitar el predominio de las clases conservadoras y, por otra parte realizaron impor¬tantes obras públicas.
A partir de 1930 se inició un nuevo período de luchas y vicisitudes, llegado hasta nuestros días con caracteres más tipo económico que político. Los hispanoamericanos deseaban disminuir la excesiva influencia de los Estados Unidos, y al mismo tiempo intentaban transformar e industrializar su propia economía. En varios estados volvieron a surgir gobiernos nacionalistas con carácter dictatorial, sin embargo, en muchos casos los dictadores gozaron en muchos casas del apoyo de la clase proletaria, en favor de las cuales habían realizado ciertos progresos de carácter social.
En cuanto a Estados Unidos se ha convertido, después de la segunde guerra mundial, en una de las dos grandes potencias mundiales rectoras del mundo, y que se halla a la cabeza de un grupo de países occidentales.

Las Repúblicas Democráticas:
Cuando el Mayflower ancló en bahía de Cape Cord algunos declararon que tan pronto desembarcaran se terminaría toda la autoridad. Los jefes del grupo escucharon estas palabras con ansiedad, porque imperaba la necesidad de instaurar un gobierno justo. Así fueron todos llamados a la cabina del buque y se concibió el pacto del Mayflower, uno de los fundamentos de las democracias americanas.
Podemos notar en las palabras del pacto el sentido por lo sagrado que fue luego el fundamento de la constitución norteamericana:
“En el nombre de Dios, amén. Nosotros... habiéndonos comprometido por la gloria de Dios, y además de la fe cristiana, y el honor de nuestro rey y país... por los presentes solemnemente y mutualmente en la presencia de Dios y los demás, convenir y combinarnos juntos en un cuerpo civil político, para nuestro mejor orden y preservación... y en virtud de esto redactar, constituir y componer leyes, ordenanzas, actas, constituciones y oficios de justicia e igualdad de cuando en cuando, cuando se consideren más apropiadas y convenientes para el bien general de la colonia, ante la cual prometemos el debido respeto y obediencia...” (Pacto del Mayflower, ICEP Instituto, Argentina 1996).
Este pacto, comienzo de la democracia americana fue firmado en nombre de Dios, y este fuerte reconocimiento al creador en los fundamentos tuvo tremenda importancia en la creación de un fuerte sentimiento de nacionalidad. El lema de Estados Unidos es: en Dios confiamos.
Si bien la constitución de los Estados Unidos ha sido la fuente de donde bebieron las democracias americanas y estos estados norteamericanos constituyen el modelo de república democrática por excelencia, hemos de notar que los constituyentes estadounidenses no emplearon la palabra republica en la carta magna, como no hablaron tampo¬co de democracia. Ello se debió a que la esclavitud impedía generalizar el principio de igualdad. El gobierno central se limitaba a asegurar las formas republicanas en cada uno de los estados de la Unión, pero ni a estos ni a la nación se les daba el nombre de república.
La democracia se extendió por todo el continente, pero, ¿cual es el estado de las repúblicas a los quinientos veintiun años de la conquista?.
Las doctrinas del economista escocés Adam Smith, que consideraba el trabajo como fuente de la riqueza, el valor basado en la oferta y la demanda, el comercio, libre de toda prohibición y la competencia, elevada a la altura de un principio, fueron adaptadas a la conveniencia de la cultura que la adoptó y despojadas de su componente social. Por esto nos atenemos a nuestro análisis sociológico de la economía en el continente.
Sobre la economía en Iberoamérica actual.
El primero de esos datos debe ser la felicidad del ser humano. El economista debe, como todo el mundo, preocuparse por los fines últimos del hombre, escribe con sagacidad Alfred Marshall. La diligencia económica permite a los bienes materiales, elaborados en cantidad, ayudar sin mayor dificultad, en el cumplimiento del destino humano común a todos los hombres. Nunca se insistirá bastante sobre este punto: los obstáculos ya no están, como antes, en las cosas, están únicamente en nuestros espíritus y en nuestras concepciones perimidas, prescriptas y peligrosamente mezquinas.
De ahí el corolario cuya importancia apenas podemos captar en toda su amplitud: la concepción del “homo economicus”, del hombre empeñado en la sola búsqueda de los bienes materiales, propia del liberalismo y del marxismo, está de ahora en más, superada. Ese muñón de hombre puede llegar a ser un hombre completo. Es posible un humanismo económico para los americanos, pero con una condición: que nos consagremos a esta tarea y que mostremos, con actos, nuestra conformidad con sus directivas. De aquí, otro corolario: la econo¬mía y la moral no son compartimientos estancos, separados uno del otro, sino que, por el contrario, pueden estar en viviente comunión. De aquí que debamos elaborar una moral económica centrada en la felicidad del hombre, idéntica a la moral eterna que nos manda desarrollar todos nuestros valores de ser, pero diferente a la moral económica anterior casi totalmente negativa ya que condenaba o sospechaba de los bienes materiales y recurría, en forma casi exclusiva, a los medios espirituales. Serán entonces los bienes materiales, si se convierten en bienes humanos, lo que servirán de pedestal o de trampolín al perfeccionamiento de nuestra naturaleza humana. En una civilización como la nuestra en la que los únicos bienes que aparecen como tales, para la mayoría de los hombres, son los bienes económicos, no hay otro modo de elevar el nivel de las costumbres que descender peligrosamente. La materia ya obliga al hombre moderno a reencontrar los caminos de la sabiduría so pena de declinar o morir.
El segundo dato es la solidaridad que el dinamismo económico establece cada vez más, a pesar de ellos, entre los individuos y los pueblos. Por paradójica que parezca la afirmación, los bienes materiales que son objeto de tanta competencia violenta, que suscitan tantas guerras y que los voraces deseos de los hombres, de las clases y de las naciones despilfarran y arruinan persistentemente, obligan a los antagonistas a reconocer su unión. Los colocan, en efecto, frente a una opción radical: o bien la continuación de sus conflictos hasta que estalle el mundo, y eso comportaría el fin del dinamismo económico, el retorno a la edad de piedra, la desaparición de los bienes materiales que ya se vislumbra o, bien, la conservación del dinamismo económico que significará el fin o, al menos, la atenua¬ción de las luchas seculares. La humanidad tiene una sola elección:
El pan cotidiano o las falsas y devastadoras ideas que se forja y que son la forma moderna de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El tercer dato es la conciencia cada vez más aguda de la finalidad de la economía. Porque, a la postre, la intensificación del dinamismo económico fuerza a los productores a abrir los ojos ante el principio, de notoria evidencia, que gobierna toda la actividad productora de los bienes materiales: no se consume para producir, se produce para consumir. El acrecentamiento del potencial económico exige un mayor número de consumidores. El exceso de publicidad que padecemos lo prueba. Pero, por ingeniosos que sean los métodos de condicionamiento inventados por expertos en el arte de deslumbrar, ellos se anulan recíprocamente. Ese cobayo que es el consumidor recupera su libertad en la misma medida en que los asaltos publicitarios lo colocan delante de un inmenso número de imperiosas opciones. Sus exigencias aumentan. Aún en los países comunistas, en los que impera el más riguroso estatismo económico, comienza a revitalizarse. Nuestra economía que, desde hace un siglo, es esencialmente una economía de productores, organizada como tal en asociaciones patronales y obreras, con todas las consecuencias políticas y sociales que esta inversión del orden natural produce, tiende a la autodestrucción. Semejante a la estúpida bestia nominada por Renán, Catoblepás, subsiste comiéndose los pies. A fuerza de mendigar o de exigir la ayuda del Estado, la finalidad de la economía desde entonces desviada hacia los productores, pasa a manos del Estado que se convierte en el grande y único productor y que tuerce el dinamismo económico ya sea hacia su demagogia fiscal, si él es débil, o, si es fuerte, hacia su voluntad de poderío militar. Siempre son estas las consecuencias. La naturaleza ultrajada reacciona castigando a los autores de su desequilibrio. Si los productores, en todos los niveles, no se convencen de que sus intereses coinciden con los de los consumidores y que la única manera de asegurarlos es asegurando los de éstos, llegamos nuevamente al fin del dinamismo económico. Sólo el respeto a la finalidad natural de la economía puede garantizar y equilibrar el dinamismo económico. Avergüenza tener que recordar esta verdad fundamental.
El cuarto dato resume los tres primeros, sintetizándolos. Si el dinamismo económico no puede desinteresarse de los fines últimos del hombre, ni de la solidaridad humana, ni de los consumidores de carne y hueso, so pena de desaparecer, el único sistema que le conviene y al que se adapta, es la economía concurrencista regida por leyes morales y jurídicas, en el que los mejores productores se encuentren recompensados de los servicios que prestan a los consu¬midores y de su observancia de la finalidad de la economía. Según el decir del Fabulista, es preciso no apartarse ni un ápice de la naturaleza. “La virtud sigue siendo la mayor de las habilidades” decía Mme. de Maintenon a sus monjas de Saint-Cyr.
La fórmula adecuada que da la solución al problema es, pues, la siguiente: es necesario que el interés coincida con el deber para que los intereses particulares y el interés general sean salvaguardados y para evitar la quiebra del dinamismo económico.
El problema económico debe, pues, reverse en su conjunto y en sus datos esenciales. Los remedios del charlatán y los aparatos de prótesis a los que se recurre han demostrado, suficientemente, su ineficacia. Es necesario volver a los principios fundamentales, a las ideas directrices de una exhaustiva solución humana. Es necesario reedificar una doctrina a través de la cual sean juzgadas todas las soluciones secundarias y desechadas las inaceptables. Sin este primer criterio será la noche y el abismo.

Ha ocurrido y continúa ocurriendo en muchos países latinoamericanos, que existen como decía Rouseau, en el estado, una igualdad de derecho, vana, pues los medios destinados para mantenerle son los mismos que sirven para destruirla, y la fuerza pública que se agrega al pudiente para oprimir al mas débil destruye ese equilibrio naturalmente instalado entre ambos. De esta contradicción derivan todas las observables en el orden civil entre la apariencia y la realidad. La mayoría intenta ser sacrificada al interés de unos pocos y el interés público al interés particular. De que resulta que las clases gobernantes, que se creen útiles a los demás sólo son útiles a si mismas en perjuicio de las otras, lo que indica el respeto que merecen en virtud de la justicia y la razón”. (La desigualdad entre los hombres, Rouseau).
Existe en América latina una nueva categoría social y es la clase política que suele enriquecerse a destajo, con notable impunidad, casi sin excepción en todos los países iberoamericanos, agravado esto por la reciente implicación de varios altos magistrados (incluso presidentes en el mercado de narcotráfico). Usualmente se ha legislado indiscriminadamente sin proveer de solución a las necesidades de las clases más necesitadas. Las multas por retraso en los pagos, los recargos por mora, y el qui¬te de los servicios esenciales a los carenciados han aumentado la pobreza en vez de erradicarla. El indigente en Ibero América cae en graves divergencias sociales.
“El mito de la igualdad, el amor al símbolo, el desprecio por el hecho concreto, son en gran medida los culpables de la debilitación de la individualidad. Como era imposible elevar a los tipos inferiores, el único medio de producir la igualdad democrática entre los hombres era rebajarlos al mismo nivel. De este modo desapareció la personalidad” (Alexis Carrel). No se pueden aplicar al hombre conceptos mecanicistas.
Las publicitadas expresiones del “Gobierno de sí mismos” y “el poder de los pueblos sobre ellos mismos” no expresan toda la verdad de las cosas: el pueblo que ejerce el poder no siempre es el pueblo sobre quien se ejerce. También hemos visto que el gobierno de sí mismo, no es el gobierno de cada uno por sí mismo, sino el de cada uno por todos los demás. La tiranía de las mayorías es también un mal de nuestra sociedad.
Los políticos en Ibero América se han preocupado en querer saber que es lo que la sociedad debería querer o rechazar en lugar de tratar de conocer si lo que la sociedad quería o rechazaba debía imponerse o no a sus individuos.
El poder político en muchos países esta permitiendo la concentración progresiva de empresas periodísticas, en ámbitos monopólicos, con el consiguiente aumento de la manipulación ideológica de la información, que excluye la diversidad de opiniones.
Si se lee poco la prensa o se dificulta el acceso a ella, y si la televisión está en manos del estado, se producirá una aterradora unificación del pensamiento de la cultura en cuestión y por fin de la opinión sin más. Se puede entonces hacer arribar al individuo al desconocimiento de sus derechos individuales,(por cierto que esto se practica en muchas democracias endebles.).
Si bien es descarnada la descripción que hacemos de las democracias, América intentamos circunscribirnos a la realidad en toda su crudeza.
En muchos países suramericanos, y en el clima mental creado por el liberalismo, la idea de provecho ha invadido el campo de la conciencia de los americanos, la riqueza ha sido proclamada como el bien supremo, el parámetro que mide el éxito es poseer pesos o dólares. Los negocios centralizan las actividades como una nueva religión, y la persecución de les ganancias bursátiles, se propaga desde la balsa, la industria y el comercio a todas las actividades humanas
El móvil sagrado de todas las acciones se propone que sea la obtención de ventajas personales, financieras, sobre todas las cosas. La satisfacción de las vanidades: títulos, condecoraciones, posición social, se trata de disimular bajo una apariencia altruista, bajo ingeniosas combinaciones que ocultan el motivo final. Entonces los que se consagran a un ideal, quienes trabajan con desinterés son considerados como hipócritas o excéntricos. La obtención de lucro es constantemente divulgada por todas partes como motivo principal de vida.
Si bien no podemos enunciar una solución al problema del dinero, (moralmente neutro), puesto que quien lo tiene todo lo puede hacer sin importar su calidad moral, y quien no lo tiene nada puede hacer por más cara que sea su virtud.
De esto deriva que el liberalismo económico oprime al que no tiene poder financiero.
El liberalismo es la nueva musa inspiradora de muchas naciones latinas, idea intro¬ducida en estas culturas por el gran país del norte.
Pero imaginar una economía perfectamente autónoma, funcionando según lo que prome¬te un liberalismo ordenado y prolijo, en el interior de un estado dotado, por su democracia, de un poder desmesurado, es una ilusión que conduce, lo demuestra sobradamente la historia, a la socialización y a la mecanización de la vida humana. El liberalismo económico, puro y simple cuando se asocia al sistema democrático, evolucione en forma, inevitable hacia la conquista del estado por los intereses privados y correlativamente hacia la conversión patológica de la economía y en detrimento de su finalidad natural. Y este es el nuevo problema de las economías modernas americanas en su etapa liberalista. (Ver “Los Dueños de la Argentina” por Luis Majul). Porque si un estado deserta de su función de guardián del interés general, para convertirse en campeón de los intereses privados o de algún grupo empresario en su conjunto, es el mundo al revés, librado a relaciones de fuerza ante las que la moralidad de los hombres, por fuerte que pueda ser, no puede combatir..
El concepto de ser aborigen en Ibero América continúa siendo un estigma, un motivo de sofocación y turbación en esta América sometida de muchas maneras y económicamente. Deben tornarse los objetivos hacia la oportunidad de desarrollo y dignidad para el nativo, para que no se perpetúe el sutil pronóstico del filósofo Stuart Mill: “El valor de un estado es a la larga, el valor de los individuos que lo componen; y un estado que prefiere a la expansión y a la elevación intelectual de estos un remedo de habilidad administrativa en el detalle de los negocios, un estado que reduce a los hombres a fin de que puedan ser en sus manos dóciles instrumentos de sus proyectos, aun siendo buenos, bien pronto se dará cuenta de que no pueden hacerse grandes cosas con hombres pequeños; y que la perfección del mecanismo al que ha sacrificado todo acabará por no servirle de nada, falto del poder vital que proscribió para facilitar las funciones de la máquina gubernamental”.

La economía en Ibero América y sus problemas para la supervivencia del hombre común se mueven a un ritmo tan frenético que deja cada vez menos tiempo disponible para la contemplación y para la reflexión sobre el fin último de la vida humana. La actividad productora atrapa al hombre y no le deja tiempo para coordinarse. El hombre ya no puede estar sin hacer nada y el reposo ya no se reserva ni para Dios ni para la meditación de los misterios de la vida. Parece haberse extinguido la acción contemplativa y la actividad práctica del espíritu. Resulta que el ciudadano americano está limitado a fabricar su propio sistema de valores de una manera cada vez más subjetiva. Su libertad, cuando logra escapar a los imperativos del trabajo productivo, decae en el caos.
Despojado, sin cesar, de sus más altas cualidades, corre el riesgo de sumergirse en la irracionalidad. Los constructores de ideologías políticas y de diversiones cooperan para que esto ocurra. Sus instintos y sus pasiones se desencadenan. Le designan para justificarlo, sustitutos de religión y de moral de inaceptable pobreza. Se podría prolongar hasta el infinito la lista de males que provoca en la “sociedad capitalista” la inhumana alianza del Estado moderno con una economía de industrias, desprovista de finalidad. De esta suerte, la probable abundancia de bienes materiales coincide con una crisis moral sin precedentes, preludio de su desaparición en una catástofre cuya magnitud no podemos imaginar.
El americano actual ha sido, pues, llevado a hacerlo todo, a innovar sin cesar, a producir sin desmayo, sin detenerse. Como ha sido obligado a consumir todos los bienes espirituales y todos los valores morales, se encuentra forzado a instituir otros, imaginarios, irreales e incapaces de saciarlo y helo aquí entonces, en presencia de los únicos bienes cuya realidad puede aún captar: los bienes materiales que produce, los aún pocos bienes económicos.
Pero también esta última realidad, a su vez, corre el riesgo de desaparecer. Los bienes prosaicos parecen constituir la última oportunidad del hombre. Aún así ¿los superará el hombre moderno? Para la inmensa mayoría de los hombres estas son las únicas cosas que aún llevan objetivamente el nombre de bienes. A falta de zorzales buenos son los mirlos. Los bienes materiales son inferiores. Son engendrados, perecederos. Su ser es móvil. Pero no nulo. ¿Qué hombre y aún, qué cristiano sobre todo los que los producen en abundancia, osarían condenarlos? La cuestión, además, es ociosa. Dios nos ha colocado en una sociedad cuyo estilo está dominado por el dinamismo de la economía, así como colocó a nuestros padres en una sociedad sujeta a la escasez de los bienes materiales. Es en esta sociedad, y no en otra, con la que podrían soñar, tal vez, nuestras ilusiones atávicas de un pasado cumplido, en la que debemos salvarnos utilizando los elementos de que efectivamente disponemos. Desde este punto de vista, el problema económico reviste, para esta sociedad, una significación fundamental. Si no nos decidimos a resolverlo, y a volverlo a centrar en el eje de su finalidad esencial, todos los problemas humanos terminarán en el fracaso.
La América de Colón habrá naufragado definitivamente. ¿Es posible, aún, esperar que un cambio político pueda cambiarnos? Esta perspectiva nos parece, al menos por el momento, improbable. No es innovando las instituciones actuales, casi iguales en todos los países, como lograremos resultados. La enfermedad es demasiado profunda para que pueda desaparecer por la sola influencia de un cambio de gobierno. El Estado Latinoamericano moderno parece ser un estado sin sociedad.
La sociedad del antiguo gobierno no fue suplantada por ninguna otra. El mismo Estado moderno, creación específica del estado de espíritu individualista y democrático, sirve de vínculo social a los individuos desprovistos de ellos, es decir, a nuestros coetáneos. En cuanto persista por más tiempo ese estado espiritual individualista y en cuanto más tiempo transcurra desde la desaparición o el debilitamiento de las sociedades naturales, más dificultosa resultará su resurrección o su vigorización. El estado actual si gira hacia una verdadera república será el encuadramiento, el anillo o el aparato de prótesis que, supliendo la carencia de la vida social, permitirá a sus integrantes vivir en forma real de democracia participativa.
Por lo tanto ¿la democracia reciente es un régimen que no se puede cambiar? No es un régimen. En América parece ser una mistificación, una ilusión análoga, llevada al plano colectivo, la que procura al individuo el uso de una ilusoria realidad. Los hombres creen gobernarse a sí mismos. En realidad, ayudados por esta creencia irrazonable, otros hombres los gobiernan y continuarán gobernándolos si les procuran su ración cotidiana de ilusiones, en forma de una realidad que por ser impuesta tiene mucho de virtual. Todas las modernas técnicas de información se utilizan para este fin. Es una constante, decía el Cardenal de Retz: “Los hombres quieren ser engañados”. Prefieren el ensueño a la realidad. Esto es corroborado, plenamente por los innumerables seres humanos que han muerto desde hace dos siglos o que están dispuestos a morir por una falsa idea de democracia..
Toda el arte de los seudos demócratas en América, de todos los tiempos, consistió en ofrecer a los hombres expulsados de sus integraciones naturales, una sociedad imaginaria, y en persuadirlos de que el Estado moderno es capaz de realizarla, siempre que les confieran, a estos generosos humanitarios, el poder total en el manejo del gobierno de turno. Así, las más vulgares voluntades de poder, pueden manejar muchedumbres, que al estar desarraigadas de sus integraciones naturales, se han transformado en marionetas del poder.
Cabe citar el comentario de Lester Thurow, profesor del Sloan Busines School del MIT de los EE.UU., quien manifiesta que las naciones desarrolladas tienen un Establishment, es decir, una sociedad instituida y América Latina tiene una oligarquía. (Citado por Guillermo J. Etcheverry en “La Tragedia Educativa”)
En realidad se trata de los mismos grupos en ambas sociedades. Son grupos formados por personas ricas, bien relacionadas, educadas en las mejores universidades, casadas entre ellas y que dirigen sus países. Sin embargo, existe una diferencia fundamental, el Establishment actúa demostrando que tiene confianza en el sistema impuesto, y que si éste funciona le irá bien al país en el largo plazo, y también a los ciudadanos en particular. Esta confianza hace que no antepongan sus intereses personales cuando juegan sus influencias en las decisiones públicas.
En cambio una oligarquía está compuesta por un grupo de dirigentes inseguros, que acumulan riquezas en cuentas bancarias secretas. No están seguros de que si su país es exitoso ellos también lo serán, por eso, tienen continuamente en cuenta su propio interés sin invertir tiempo y esfuerzos en los beneficios a largo plazo que podría tener el país.

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