Unos pocos bulliciosos dan el grito de guerra. Llamarán a las armas a los demás. El pulpito formado por las personas honorables tratará de oponerse, con voz tímida y apenas audible... La masa, el gran pueblo, empezara por restregarse los ojos somnolientos, haciendo leves intentos de enterarse del motivo que provoca la guerra, y una vez enterado, dirá con mucha seriedad y francamente indignado: “Es injusto e injuriante, por eso no es preciso ir a la guerra”.
Ante esa actitud, el puñado de valientes gritará más alto, y se verá a unos pocos hombres de valor colocarse en el bando contrario, y dar argumentos y razones contra esa guerra, usando de la palabra y la letra.
En un primer momento su mediación será acogida con aplausos por la multitud, pero no ha de perdurar esa admiración, porque el otro partido no tardará en ahogar sus voces de forma que los simpatizantes de la paz vayan siendo cada vez menos, hasta desaparecer en el más olvidado de los silencios.
Y al cabo de poco tiempo, bien poco, se verá una situación y un espectáculo conocido pero no por ello menos curioso: los oradores serán maltratados en las tribunas, y la libertad quedará asfixiada por hordas de entremetidos que en el fondo de sus corazones seguirán sintiendo lo mismo que los oradores que acaban de silenciar, claro que sin atreverse a confesarlo.
Y una vez cumplida estas facetas, la nación entera, con el púlpito de los hombres honorables junto a ella, pedirán a gritos la guerra, y apaleará al sincero que se atreva a preguntar por qué...
Claro que para ese entonces ninguno se atreverá a abrir la boca. Vendrán luego los estadistas a improvisar mentiras, a cuál más torpe, arrojando culpas sobre la victima elegida, las cuales tendrán la innegable ventaja de acallar las conciencies de todos, que escucharán las falsedades con avidez y rechazarán la más mínima impugnación que puede hacérseles.
Poco a poco, insensiblemente, llegarán a la certeza absoluta de que la guerra es justa y darán entonces gracias a Dios por el buen sueño que les trae este proceso de grotesco autoengaño.

                                                                               Del “Forastero Misterioso” de Mark Twain—Ediciones Siglo XX

 

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