La escuela de hoy y los verdaderos pedagogos

Con su olfato entrenado para detectar la hipocresía, los jóve¬nes leen con gran agudeza las señales que envía el mundo en el que deberán vivir.
Siguen atentamente y con gran dedicación de las enseñanzas de sus maestros en este mundo, los verdaderos pedagogos nacionales: la televisión, la publicidad, el cine, deporte, la música popular, la política y todo lo que entra en los espacios que ellos identifican como celebridades.
Los jóvenes saben que los mayores les enseñamos con el ejemplo. Los más inteligentes aprenden rápidamente que resulta más importante lo que la sociedad les enseña en forma implícita con sus acciones y a través de las estructuras que los recompensan, y no lo que predica la escuela en lecciones y grandes discursos sobre recto comportamiento.
La escuela, que tiene el poder y debe ejercer una función de liderazgo, está condenada por una sociedad que en cada momento la desautoriza. Si la sociedad deshace cuidadosamente lo que pretende que construya la escuela, no puede esperarse grandes diferencias en la educación.
Nuestra sociedad, honra la ambición descontrolada, recompensa la codicia, festeja el materialismo, tolera la corrupción, permite la impunidad, cultiva la superficialidad, desprecia el intelecto y ama el poder adquisitivo. Pretende luego dirigirse a los chicos para convencerlo con palabras, de la fuerza de conocimiento, de las bondades de la cultura y la supremacía del espíritu.
Y los jóvenes aceptan el juego. Pero advierten que si realmente valoráramos a los maestros, les pagaríamos lo que pagamos a quien repara el televisor, al plomero, los corredores a bolsa o las mucamas de servicio.
En nuestra sociedad si apreciáramos los libros, leeríamos más e invertiríamos nuestro enero en una biblioteca antes que en la compra de autos, electrodomésticos o magníficas excursiones.
En una investigación realizada en 15 países de América Latina, se estableció que los mayores de 50 años son los que menos leen: más de las tres cuartas partes no han leído ningún libro en este año. Como sabemos, la lectura de libros en mayor a medida que se eleva el nivel educativo de la persona.
La cuestión de los valores sociales
El predominio de los valores entredichos se han comprobado en la realidad de América Latina.
En esta investigación se pudo determinar que el 52% de los jóvenes considera que tener éxito es hacer lo que le gusta, mientras que el 46% reparte sus respuestas entre ganar mucho dinero, lograr estabilidad económica, ser profesional reconocido o ser famoso y ganar dinero sin trabajar.
Para el 23% de los varones, tener éxito es ganar mucho dinero. Es un ofensivo muy importante para los jóvenes alumnos de institutos privados, quienes también acentúan el ideal de ser famosos.
Ante la evidencia de esta importancia de lo económico para la vida de los jóvenes se les preguntó: ¿cuáles son los factores que permiten lograr un mejor nivel económico?. El 49% se inclinó por elementos vinculados a la "viveza", habilidad para realizar negocios sucios y "acomodos" mientras que el 31% mencionó factores relacionados con el esfuerzo, estudio y dedicación al trabajo.
Sugestivamente, entre quienes tienen un padre que sólo finalizó los estudios primarios, se presenta con mucho mayor peso la necesidad de estudiar para seguir progresando (res¬puesta del 60%) que entre quienes provienen de familias con nivel universitario (grupo en el que sólo el 19% destaca esta necesidad). La habilidad para los negocios es mencionada co¬mo factor decisivo para el éxito por el 29% de los hijos de universitarios, mientras que no la cita ningún hijo de padres cuyo máximo nivel educativo sea el primario. La proporción es inversa en relación con el ahorro: lo considera importante el 20% de los hijos de padres con nivel primario y ninguno de los hijos de universitarios.
Como se desprende de estos datos, es evidente que los gru¬pos más favorecidos de la sociedad transmiten a sus hijos, con el poderoso ejemplo de sus vidas, que el estudio, el esfuerzo y el trabajo importan poco para triunfar, triunfo que es interpre¬tado como sinónimo de éxito económico.
Los chicos saben menos porque su valoración del conoci¬miento es menor. Se han comentado más arriba los resultados del estudio conducido por la profesora Elida de Gueventter que demostró la caída en el rendimiento académico de los jóvenes de entre 17 y 22 años desde la década de 1970. Como parte de esa investigación, se analizó la evolución simultánea de los va¬lores de esos jóvenes. Se pudo comprobar que, mientras en 1970 el 52% de los jóvenes decía valorar la ciencia, en 1995 lo hacía el 29%; caída similar a la que se observa en sus actitudes concretas hacia la ciencia (del 27% al 12%). En ese mismo lapso, la valoración explícita de los aspectos económicos de la vida creció del 28% al 48%, mientras que las actitudes de los jóvenes que delatan su valoración real de lo económico trepa¬ron del 28% al 62%.
¿Para qué estudian los que estudian?
En este sentido, resultan muy ilustrativos los resultados de una investigación que se lleva a cabo anualmente desde 1966 y que analiza distintas características del numeroso grupo de jóve¬nes que se incorporan a la educación superior en los EE.UU. Esos estudiantes están poco interesados en los aspectos acadé¬micos de la educación y la consideran crecientemente como un medio de aumentar sus ingresos económicos y, cada vez menos, como una oportunidad de expansión mental. Efecti¬vamente, cuando se les pregunta acerca de los objetivos con¬siderados importantes o esenciales para sus vidas, el 75% estima esencial o muy importante "estar muy bien desde el punto de vista financiero". En cambio, sólo el 41% asigna similar tras¬cendencia a "desarrollar una filosofía significativa de vida". Lo sugestivo es que, en 1968, los porcentajes eran inversos: el 41% asignaba gran importancia a la seguridad financiera mientras que el 83% privilegiaba el desarrollo de una filoso¬fía significativa de vida.
Tales valores ejercen una profunda influencia sobre la vi¬sión que los jóvenes tienen de la educación. En 1998, los es¬tudiantes declararon asistir a la universidad más interesados en "conseguir un trabajo mejor" (77%) o "ganar más dine¬ro" (75%) que en "lograr una educación general y una mejor apreciación de las ideas" (62%).
Si los medios de difusión más poderosos, que todo lo igua¬lan, distribuyen en el planeta idéntico mensaje y encumbran a cualquier ignorante o amoral en poderoso modelo, ¿por qué razón han de despreciar los jóvenes la ignorancia? Ejemplares alumnos de la realidad, los jóvenes aprenden bien sus lecciones. Si observan que tales personajes se alzan con millones por algu¬na proeza deportiva o por ulular ante multitudes mientras que un maestro de escuela recoge migajas, seguramente no dedi¬carán su vida a la docencia e intentarán abrirse camino en el deporte o en la música popular aunque no lleguen a concre¬tar grandes logros. ¿Con qué armas lucha un intelectual para ocupar un lugar entre los modelos sociales ante el paradigma de virtudes que es, por ejemplo, Michael Jackson?
La ignorancia de los jóvenes es nuestra propia ignorancia, que ellos asumen con envidiable capacidad. Un espejo que nos refle¬ja con una fuerza que, al menos por un instante, incomoda. Aprenden lo que tan bien les enseñamos: que no encontrarán nada en Dante o en Borges, en Miguel Ángel o en Pettoruti, en Shakespeare o en Cortázar, que les sirva para escalar la cumbre de nuestra pirámide social. El objetivo es obtener, y pronto, mucho dinero. La actividad intelectual es para gente rara. Ratas de biblioteca. Perdedores. Tal vez no podamos es¬tar orgullosos de lo que enseñamos a los jóvenes, pero sí po¬demos estarlo por lo bien que aprenden las lecciones que les da¬mos con nuestro ejemplo.
Y, así, resulta lógico que, mientras se recogen testimonios de preocupación por la educación, se confirma que este pro¬blema no nos interesa tanto aunque juguemos bastante bien a "simular que nos preocupa". Posiblemente exista entre noso¬tros un sentimiento confuso acerca de la crisis de la enseñan¬za, pero nadie parece interpretar que la tragedia se aloja entre las paredes de nuestras casas y refleja fielmente nuestros valores.

El cambio de los valores: declina la educación
Tiempo atrás, uno de nuestros más distinguidos filósofos jó¬venes exponía sobre "El desafío del fin del milenio" ante un numeroso e interesado auditorio de estudiantes próximos a concluir la escuela secundaria. El profesor, de alrededor de cuarenta años, completaba un apasionante recorrido por el núcleo de nuestra cultura, el valor del pensamiento crítico, la importancia de la lectura y la reflexión, la primacía del razo¬namiento, la trascendencia de la solidaridad. Cuando, al con¬cluir su lúcido mensaje, se generalizó el debate, los jóvenes, vi¬siblemente hijos de profesionales universitarios, cuestionaron la significación que lo expuesto tenía para sus vidas. Sostenían que, aunque todo eso sonaba muy bien, su problema real era tratar de encontrar el camino, no para ser personas más com¬pletas, como proponía el filósofo, sino para conseguir trabajo, formar una familia, tener su casa. Una joven confesó que, aun¬que su pasión era el arte, pensaba estudiar diseño porque, de otro modo, no podría vivir. Dijo que estaba aprendiendo a di¬bujar con la asistencia de una computadora, a pesar de que eso no la atraía, porque temía no poder encontrar trabajo si insis¬ta en dibujar a mano.
El sorprendido filósofo luchaba por defender los valores de su generación, seguramente la de los padres de los alumnos allí presentes. Ese prolongado y apasionante debate dejó cla¬ramente al desnudo las características del mundo en que vi¬ven los jóvenes de hoy, más ansiosos y calculadores que los de treinta años atrás. Como se desenvuelven en una incertidumbre creciente, les preocupa esencialmente encontrar trabajo y, sobre todo, conservarlo. Se dan cuenta de que peligra su posibilidad de igualar los logros de sus padres. Son numerosos los estudios que demuestran que las expectativas de la actual generación de jóvenes son, por primera vez en la historia, peo¬res que las de sus padres. Los jóvenes perciben que los bienes más preciados en el mundo en que viven -el éxito, la riqueza, la belleza física, el logro deportivo, la fama- están distribuidos de manera desigual y, casi siempre, arbitraria. Advierten que se está abriendo en tomo a ellos un abismo cada vez mayor entre la riqueza y la pobreza y, lógicamente, quieren salvarse.
"Entre el pavor del desempleo, el miedo al SIDA, la violen¬cia creciente, la dureza social, la droga, la disgregación fami¬liar y educativa y el desamparo ideológico, la juventud de es¬tos años busca antes sobrevivir que lanzar manifiestos sobre una nueva vida", dice el ensayista español Vicente Verdú. Allí reside la diferencia fundamental con las generaciones ante¬riores. Antes, la juventud, educada en la responsabilidad y la autonomía, se proponía como objetivo modificar el orden es¬tablecido, a veces por medios pacíficos, otras no. Pero los jóve¬nes se sentían responsables y capaces, nada menos, de cambiar el mundo. Hoy, angustiados por la incertidumbre, se ven im¬potentes y tratan de integrarse cuanto antes a ese mundo, sin importarles a qué precio. Como no vislumbran en nosotros un modo mejor de vivir, muchas veces manifiestan el recha¬zo que sienten hacia lo que les mostramos mediante la fuga o destruyéndose a sí mismos o a la sociedad. Posiblemente, así intentan que les prestemos atención.
La cosificación de los jóvenes: de tener objetos a ser objetos
Un reciente informe, que indica que uno de cada tres menores de 18 años vive en hoga¬res con sus necesidades básicas insatisfechas, ofrece una pers¬pectiva aterradora. Lo hace también la constatación de que el 32% de los jóvenes de entre 13 y 18 años no asiste a ningún establecimiento educativo. Así avanza silenciosamente la ex¬clusión, separando desde muy temprano a los pocos que creen poder salvarse de los muchos condenados a despeñarse hacia el fondo del abismo como vergonzante chatarra.
Mientras esto sucede, los jóvenes que todavía pueden ha¬cerlo (y no sólo los jóvenes), se aturden consumiendo. A tra¬vés de los medios y la publicidad, las actividades más exitosas de estos tiempos, creamos permanentemente un inmenso mer¬cado de nuevas necesidades y proponemos a la juventud mode¬los cada vez más superficiales. Generamos una pérdida gra¬dual de la capacidad de distinguir lo real de lo virtual y una actitud menos cuestionadora. Los jóvenes aceptan resignada-mente este papel que les asignamos en la sociedad actual y vi¬ven en una prolongada minoría de edad. Entre los pobres, esta se debe al desempleo y, en los grupos más favorecidos, a la có¬moda complicidad generacional de la familia, que no los fuer¬za a asumir la responsabilidad de hacerse adultos.
Somos los mayores quienes mostramos a los jóvenes este, su triste destino de objetos. No sólo por estimularlos a tener objetos sino, lo que es más grave, de resignarse a ser objetos.
Basado en el estudio de la investigación del Dr Guillermo Jaim Etcheverry, y de la exploración realizada por el instituto Icep.

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Comentario

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Comentario de Nelson Astegher el abril 1, 2015 a las 3:00pm

En un todo acuerdo con Luzmila en que el sistema de pláticas debería aplicarse a los adultos.

Comentario de Luzmila Guisao Peña el marzo 13, 2015 a las 1:25pm

Creo que es una discusión urgente entre padres y educadores de todas las edades, al parecer las disculpas y justificaciones  nos han mantenido "al margen" de esta escalofriante realidad.

Es en este punto en el que descubrí la importancia de llegar con el programa OPCIONES, antes que a los jóvenes, a los padres , adultos y educadores, es posible que tardemos un poco mas... no estoy segura, pero si he podido comprobar la eficacia de este proyecto. Mientras no seamos nosotros quienes nos concienticemos de la participación que nos, atañe en la construcción de las generaciones que nos suceden, nada cambiara para mejorar, es una ley del universo, "causa y efecto".

Por lo menos sigamos trabajando con la juventud, que aunque no la entendamos, ..es nuestra, la honestidad, ahora es la clave, difícil, pero indispensable.

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