El factor que predomina más intensamente las conductas humanas reinantes es La Economía. Abruma la vida individual y social. Es la mayor preocupación de nuestra existencia cotidiana, infiltra totalmente nuestros trabajos y nuestros goces. Pesa sobre nuestras más magnánimas ansiedades; el arte, la filosofía, la religión sufren la conmoción. Altera las conductas sociales. Modela las técnicas y los procedimientos de gobierno. Utiliza la ciencia y la técnica, las somete a su ritmo, les ordena acentuar cada vez más su acción sobre la naturaleza. Penetra todas las actividades humanas: pensar, querer, deliberar, elegir, consentir, dirigir, obrar, están sometidos a sus imperativos. Se erige en fin de todo el hombre. Lo obliga a seguirla bajo pena de regresión permanente. Y, para deducirlo más, si consiente en fundirse en ella y en convertirse en Homo Economicus, le propone realizar su eterna aspiración de felicidad.

Se convierte en el problema humano por excelencia
Todas las preocupaciones de los individuos, de las naciones, de los grupos de naciones, del planeta entero, gravitan, de buen o mal grado, alrededor de ese centro. Los comportamientos espirituales, intelectuales, estéticos, políticos, sociales, afectivos, de la mayoría de los hombres de hoy se explican por móviles económicos y no son pocas las proyecciones camufladas. Si se excluyen las excepciones y no se tienen en cuenta sino los grandes números, Marx, a primera vista, parece tener razón: la infraestructura económica es la causa de la superestructura mental de la humanidad; lo inferior domina a lo superior; la materia es la fuente del espíritu y del sentimiento.
Agreguemos a esto que la economía, ya sea teórica o práctica se ha convertido en una selva inextricable. La simplicidad de la definición que diera Littré: “disciplina que trata de la producción, de la distribución y del consumo de las riquezas”, ha cedido su lugar a una madeja de análisis científicos y de intereses concretos tal que hace necesario recurrir a los especialistas y a los expertos para desembrollarla. Si no se ponen de acuerdo, el caos se complica.
Está devorada por el esoterismo y por la jungla. Sus fundamentos desaparecen bajo un cúmulo de conceptos abstrusos y de papeleo. En tanto que ciencia, la economía va asemejándose a un acertijo. Como práctica, las dificultades cotidianas que se acumulan conforman un nudo gordiano. ¿Por qué el problema del hombre tiene, actualmente, un aspecto económico?
La respuesta de esta nueva cuestión es la de la historia de la concepción que el hombre se hace de sí mismo.
Desde el Renacimiento, que Chesterton llama la Recaída, nues¬tra concepción difiere totalmente de la antigua y de la medieval. El paganismo y el cristianismo han considerado siempre al hombre y al universo como compuestos de elementos complementarios articula¬dos vitalmente unos con otros con miras a la belleza, según el primero, con miras a la salvación, según el segundo. La disposición de las partes de un todo con relación a un fin, se llama en todas las lenguas del mundo, un orden. El hombre es, en sí, un ser ordenado. El universo del cual es miembro, a su vez, es ordenado. El hombre tiene su lugar, determinado, del que no puede caer, fuera del cual no puede elevarse sin riesgo. Sin duda, para el cristianismo, el pecado original volvió precaria la condición humana, la desequilibró, el hombre cayó, pero Cristo lo levantó de su caída y, por su gracia sobrenatural, restituyó su posición y le confirió la posibilidad de vivir en la tierra y en el otro mundo, cuerpo y alma, en armonía con la creación y con el Creador. En esta perspectiva, el hombre tiene que cumplir un fin: realizar aquello para lo que ha nacido, perfeccionar su naturaleza, observar el orden natural y el sobrenatu¬ral, desarrollando todos los valores de ser que posee, desde el más humilde hasta el más alto, en las relaciones orgánicas. El griego y el cristiano sabían lo que es el hombre. Para el primero, el hombre es un animal racional, con voluntad y libertad, hecho para vivir en una Ciudad de hombres y en un Cosmos divinamente bello. Para el segundo, el hombre es una criatura inteligente dotada de un cuerpo mortal y de un alma inmortal, hecha para la visión beatífica de Dios y para la gloriosa resurrección de la carne. En los dos casos, el hombre es un ser completo, en el que las partes se corresponden, están hechas para vivir todas bajo el signo de la unidad y, aunque el cristianismo introduce un elemento en sí distinto: la Gracia, es sobrenatural pero también carnal. El universo está ubicado bajo el mismo signo: dispuesto como un coro, revela la gloria de Dios y está destinado a ser instaurado en Cristo.
Al terminar la Edad Media, como un ramo, se deshace esta concepción. El Renacimiento lanza al hombre a la persecución de una u otra de las partes de su ser, en las direcciones más diversas.
La Reforma separa lo sobrenatural de la naturaleza. El clasicismo restablece, por algunos instantes, un equilibrio maduro y dulce como un bello fruto. El siglo XVII y la Revolución construyen un hombre abstracto y desencarnado. Nadie sabe ya qué es el hombre ni cuál es su lugar en el universo. El hombre es un ser dividido presa de la neurosis o de la esquizofrenia, que trata vanamente de rehacer su unidad absorbiendo los elementos de su ser de los que quiere negar la existencia, en el elemento que ha elegido para sí. Divorciado del mundo y, sin embargo, hecho para el universo, no le queda otro recurso que edificar un mundo artificial que suplante al universo real: ya no pretende conocer el mundo sino cambiarlo. Ateo, indiferente o replegado en su ser mutilado, y no obstante hecho para Dios, levanta (dolos sobre el pedestal, que abate constantemente para reemplazarlos por otros igualmente falaces.
AMBIENTE Y FINALIDAD DEL HOMBRE
Desde el Renacimiento, el problema esencial de la naturaleza del hombre y de su lugar en el universo, ha quedado sin solución. Los demás problemas humanos de él derivados quedaron, a su vez, sin solución, librados a los vientos de la arbitrariedad, faltos de una viviente y real ligazón con su cúspide. Es necesario saber qué es el hombre para resolver los problemas religiosos, políticos y sociales. Sin ese conocimiento, implícito o explícito, todos los ensayos de solución están destinados al fracaso.
Imaginemos un químico que intentara unir cualquier cuerpo complejo —nitrato de sodio, por ejemplo— con otros cuerpos, sin conocer la naturaleza del primero. Se puede apostar con seguridad, al fracaso de su tentativa. Igual ocurre con el ser humano. Los problemas religiosos, políticos y sociales, son problemas de ligazón: la religión liga al hombre con la divinidad, la política y la sociedad lo ligan con sus semejantes. Si desconocemos la naturaleza del hombre, si no nos ponemos de acuerdo sobre su definición, será en vano tratar de resolverlos. Manejaremos lo desconocido. Toda tenta¬tiva de ligar al hombre con la divinidad o con sus semejantes se efectuará al azar, a tientas, en la noche. Esta es la historia de los últimos siglos. Es un reto de muerte para dar solución a esos problemas.
Por eso el problema económico ocupa el primer lugar en nuestras preocupaciones. No hay otro problema como éste para un ser viviente. Si no nos dedicamos a resolverlo será el fin, no solamente el fin de una civilización, sino el fin mismo de la humanidad. Desierto el planeta, despojado de su realidad humana, el combate termina sin combatientes. ¿Cómo podrá sobrevivir el hombre, después de haber roto los lazos religiosos, cortado los lazos políticos y sociales, si los bienes materiales se convierten en el “pozo” de un juego y de una lucha sin piedad, si no puede entenderse con sus semejantes? Presentimos, porque tenemos los ojos abiertos, que la solución del problema económico es nuestra última posibilidad de salvación. Sí la economía ocupa semejante lugar en nuestra existencia, si nos obsesiona, si nos abandonamos en cuerpo y alma a sus influencias y a sus imperativos, no es solamente porque nos hemos vuelto “materialistas”; como se afirma con frecuencia en un diagnóstico exacto, pero superficial, sino porque no tenemos otra cosa de la cual tomarnos. Los inmensos esfuerzos que se despliegan en el dominio de la economía, son el signo. Por poco que observemos los hechos, comprobaremos que jamás la humanidad ha trabajado tanto. Semejantes al hombre de Fausto, somos esclavos de nuestras obras. La enorme productividad actual es la reacción de la humanidad frente al problema humano que rehusamos resolver. Producimos bienes materiales, cada vez más porque confusamente adivinamos que, si este aflujo se cortara o por lo menos se interrumpiera, ocurriría la catástrofe. Nos asemejamos a los pasajeros de un navío que sin saber adonde van y sin esperanzas de arribar a puerto, acumularan en las bodegas alimentos y mercade¬rías para una travesía sin final.
Como nuestros predecesores desconocían la naturaleza del hom¬bre y se mostraron incapaces de resolver los problemas religiosos, políticos y sociales, en razón de que ligaban al hombre con la Divinidad y con sus semejantes con lazos arbitrarios y falaces, ignoramos en consecuencia lo que es el hombre e imaginamos que una productividad intensiva e ilimitada en materia económica po¬dría, por sí sola, unirlos satisfaciendo sus necesidades. Esta con¬vicción absurda es compartida por el mundo denominado libre y por el comunismo, produzcamos, ¡produzcamos sin tregua y habremos resuelto el problema! Los llamados países sub-desarrollados empren¬den un camino idéntico al nuestro. Asia y África se equipan para ello. Algunos decenios más, si persiste esta tensión frenética, infali¬blemente la productividad llegará a un punto de explosión que conducirá, lógicamente, a la única salida de una tercera guerra mundial.
Tratamos, como nuestros ancestros, con increíble ligereza de espíritu, a este desconocido: el hombre, su naturaleza, sus caracte¬res, sus aspiraciones, sus necesidades.
¿Extraña, pues, que el desorden económico se instale permanen¬temente en el mundo y se agregue a las secuelas del desorden religioso, político y social? ¿Extraña que la civilización actual, acorralada en el cerco de una civilización de estilo económico, se demuestre tan frágil? Si ignoramos al hombre ¿qué criterio podríamos adoptar para que un acuerdo real, fundado sobre la realidad humana, se establezca en el mundo, entre los hombres que producen y consumen los bienes materiales?
Finalmente, ¡es el hombre el que produce y consume! Si ignoramos al hombre y su naturaleza, aunque tengamos a mano todos los bienes materiales posibles e imaginables, nos faltará el dato esencial del problema económico. Da vergüenza tener que recordar a los hombres de hoy, que se vanaglorian de conquistar los espacios siderales, una evidencia tan fundamental como ésta.

CLAVES APARENTES DE LA ECONOMÍA MODERNA
La primera se llama libertad, con o sin mayúscula. Es la solución propia del “laissez-faire, laissez-passer”, del liberalismo económico. Digámoslo abiertamente, aun a riesgo de rozar ciertas susceptibilida¬des: esta solución es inaceptable y tan antinatural como imposible, a despecho de sus seducciones siempre renacientes. El hombre es psicológicamente, en efecto, un ser libre. Lo admitimos sin discu¬sión. Pero no es moralmente un ser libre. Desde el punto de vista psicológico, el hombre puede hacer lo que quiera, el bien como el mal y, aun, suicidarse. Desde el punto de vista moral, está obligado, como todos los seres de la naturaleza, a cumplir su propio destino y, en su caso, llegar a ser un hombre; puede, sin duda, renunciar o mofarse, pero soportando, entonces, las consecuencias de esos actos realizados libremente, jamás el hombre llegará a ser hombre si no se somete a los imperativos de su naturaleza de hombre, que le mandan perfeccionar, en orden y jerarquía, todos los aspectos de su ser, desde el cuerpo hasta el alma. Es la obediencia a esta ley de perfeccionamiento la que nos hace verdaderamente libres. Se es libre en la medida en que se es mejor. Es, pues, el mejor régimen económico el que asegurará mejor la libertad económica, y no la mayor libertad económica la que construirá la mejor economía. El liberalismo económico no es un punto de partida incondicional, es un punto de llegada sometido a la ley moral.
La segunda clave es el estatismo que supone que el hombre es un lobo para el hombre, que todo es conflicto en el universo y, particularmente, en materia económica en la que reina la ley de la selva y la lucha de clases. Para dirimir esos conflictos inexpiables, se debe recurrir a la fuerza del único ente que es más poderoso que los individuos o los grupos enfrentados: el Estado. Esta solución es tan inaceptable como la primera. Ella no tiene en cuenta lo que hay de común entre los hombres: su naturaleza humana y la ley de perfeccionamiento inscripta en lo más profundo de su ser. No considera la capacidad de autodeterminación del hombre, único medio que éste posee para realizar su naturaleza. Ella sustituye a la ley moral. Erige al Estado en divinidad totalitaria, detentadora y distribuidora de todos los bienes materiales y, por ese desvío, en el déspota que impone por el terror los aspectos intelectuales y espirituales íntimamente vinculados a las necesidades económicas del hombre. Solución atroz: el acostumbramiento al terror, el sometimiento a la servidumbre. La esclavitud tienta a tal punto al hombre que llega a amarla. Esto ya se ha visto y se ve aún, tanto entre los individuos como entre los pueblos.
La tercera es la ciencia económica tal como se la concibe desde su aparición en el siglo XVIII y que tomara por modelo a la física mecánica. Por nuestra parte, nos inclinamos a la mayor severidad para este tipo de ciencia cuyo prestigio es hoy inmenso en todas las esferas industriales y gubernamentales. La ciencia económi¬ca no puede resolver de ninguna manera el problema económico porque ella pone deliberadamente entre paréntesis, sin hacerlo intervenir jamás en sus análisis y en sus cálculos, cl fin mismo del hombre en todas sus actividades, comprendida la económica, es decir, el cumplimiento de su naturaleza humana. Al serle completa¬mente extraña la noción de finalidad, la ciencia se sitúa, en su totalidad, fuera de la economía. Es un puro juego abstracto del espíritu desprovisto dc toda significación positiva. Todos los males que padecemos provienen de los grandes economistas liberales, marxistas y keynesianos, cuyas soluciones han desnaturalizado la economía, le han impuesto esquemas tiránicos y, en todas partes, han conducido la política económica de los Estados por caminos obstruidos por obstáculos insuperables. Es suficiente colocar a un sabio economista a la cabeza de una empresa o de una nación para verla hundirse rápidamente.
La cuarta es la reforma de estructuras y de instituciones económicas. Sumada a las precedentes está, actualmente, a la orden del día. Podría decirse que es la “torta con crema” de la economía nacional e internacional.  La salvación vendrá de la rebaja progresiva de las tarifas aduaneras y de la creación de un vasto mercado europeo! Esta solución merecería una extensa crítica aún, solamente, desde el punto de vista de los hechos, porque el vasto mercado del que nos cantan loas, no resuelve nada. El vasto mercado americano no resolvió la crisis de 1929 y Rusia es también, un vasto mercado. Es necesario ir más lejos y señalar que la fácil reforma de las instituciones dispensa de la difícil reforma de los espíritus y de las costumbres.
Puede estar bien o mal orientada, servir o perjudicar al hombre.
Todo dependerá de la concepción que la anime acerca del origen y de la regulación de los intercambios de los que es sede. Nuevamente reencontramos aquí la noción de naturaleza humana. ¿Se la respeta? La consecuencia es el orden económico. ¿Se la traiciona? Sucede el desorden. La reforma de las instituciones no es buena sino en la medida en que esté impregnada de una concepción de la actividad económica conforme con la naturaleza real del ser huma¬no. En caso contrario es nefasta.

EL HOMBRE, DATO ESENCIAL DE LA ECONOMÍA
Es necesario, pues, para aportar una solución al problema económico, comenzar por el principio, ubicar el problema en toda su amplitud y reconocer lo que es el hombre. Dicho de otra forma (ya que la respuesta a la pregunta ¿qué es el hombre?, implica una filosofía), economía y filosofía están tan estrechamente ligadas entre ellas como las manos y el cerebro. Horno habet intellectum et manus. El hombre de negocios, el industrial, el comerciante, el ser humano alistado en una profesión o en un oficio cualquiera, se encogerán de hombros. ¿Qué necesidad tenemos de una filosofía? Es verdad: los prácticos de la economía y los seres humanos en su vida cotidiana no tienen necesidad, en tiempos normales, de una filosofía.
Sin embargo, no tener una filosofía es, ya, tener una. Es practicar una filosofía del interés a corto plazo que rehúsa ubicar el problema económico en toda su amplitud y que lo abandona, entonces, a todos los azares. Es también, al mismo tiempo, entregar-se poco a poco al Estado el que, interviniendo cada vez más en el dominio de la economía, teje pacientemente su tela de araña y llega, finalmente, aunque carezca de una filosofía, a construir una filosofía de la vida en sociedad. La mezcla de liberalismo y de estatismo que caracteriza a la economía contemporánea no tiene otro origen que la obstinación en que nos sume no ubicar el problema tal como debe ser ubicado. Surge, entonces, la consecuencia. En la confusión decía Mistral, todo se aminora. La libertad se convierte en flexible oportunismo y la autoridad se esclerosa. El perfecto y definitivo hormiguero que previó Válery está al final del proceso.
Una vez que se ha comprendido el precepto evidente según el cual el ser humano, semejante a todo lo que existe sobre la tierra no tiene otro fin que perfeccionar su ser y convertirse en lo que es, dentro del orden, de la jerarquía y la unidad de los componentes de su naturaleza, ¿la felicidad no consistirá en que nada le falte ni en el orden físico, ni en el intelectual, ni en el espiritual? Toda la economía se esclarece. La producción y el consumo de bienes naturales se ordenan al bien de la naturaleza humana, presente en todo hombre, pero que cada cual encarna diversamente según las posibilidades concretas de su nacimiento, de sus dones, de su vocación, según la gama infinita de circunstancias de tiempo y de lugar en la que los seres humanos están situados. Todos los hombres tienden hacia el mismo fin, hacia el mismo bien humano del que los bienes materiales forman parte, en una calidad inferior, pero real.
Pretender que los bienes materiales sean el objeto de intereses divergentes irreductibles es un absurdo que no resiste al examen y que presupone una concepción negadora de la naturaleza humana. Es preciso sostener con fuerza que, todos los hombres en sus respectivas comunidades y en la comunidad universal, tienen el mismo fin y que los bienes materiales englobados en este fin no son susceptibles de oposiciones irreductibles. La verdad simple, desnuda, es que los hombres tienden desigualmente —según sus propias capacidades— hacía este fin común.
Hay buenos corredores: los santos, los genios, los héroes. Existe una humanidad centro con sus pirámides centrales que son las elites. Están los que marchan más atrás: los que forman el grueso de la tropa. Existen también los lisiados y aquellos que se niegan a la competición. Hay desacredita¬dos.
Afirmar la jerarquía de los hombres en la unidad de un bien que les es común, gritarlo sobre los tejados es de extrema urgencia en este momento en que el mundo se unifica locamente en un caos, enmascarado por soluciones verbalistas, ahora que se aniquila todo sentimiento de nobleza, de respeto y de humanidad. No es de ningún modo una paradoja: no hay unidad real entre los hombres sino cuando éstos son desiguales en sus esfuerzos hacia el mismo fin. La diversidad en la unidad orgánica es la ley misma de la vida, como la igualdad en la unidad inorgánica es la ley de la muerte.

LOS VERDADEROS DATOS DE LA ECONOMÍA
El primero de esos datos es la felicidad del ser humano. El economista debe, como todo el mundo, preocuparse por los fines últimos del hombre, escribe con sagacidad Alfred Marshall. El dinamismo económico permite a los bienes materiales, producidos en abundancia, colaborar sin mayor dificultad, en el cumplimiento del destino humano común a todos los hombres. Nunca se insistirá bastante sobre este punto: los obstáculos ya no están como antes, en las cosas, están únicamente en nuestros espíritus y en nuestras concepciones perimidas, prescriptas y peligrosamente mezquinas.
De ahí el corolario cuya importancia apenas podemos captar en toda su amplitud: la concepción del horno Economicus, del hombre empeñado en la sola búsqueda de los bienes materiales, propia del liberalismo y del marxismo, está de ahora en más, superada. Ese muñón de hombre puede llegar a ser un hombre completo. Es posible un humanismo económico, pero con una condición: que nos consagremos a esta tarea y que mostremos, con actos, nuestra conformidad con sus directivas. De aquí, otro corolario: la economía y la moral no son compartimientos estancos, separados uno del otro, sino que, por el contrario, pueden estar en viviente comunión. De aquí que debamos elaborar una moral económica centrada en la felicidad del hombre, idéntica a la moral eterna que nos manda desarrollar todos nuestros valores de ser, pero diferente a la moral económica anterior casi totalmente negativa ya que condenaba o sospechaba de los bienes materiales y recurría, en forma casi exclusiva, a los medios espirituales. Serán entonces los bienes materiales, si se convierten en bienes humanos, lo que servirán de pedestal o de trampolín al perfeccionamiento de nuestra naturaleza humana. En una civilización como la nuestra en la que los únicos bienes que aparecen como tales, para la mayoría de los hombres, son los bienes económicos, no hay otro modo de elevar el nivel de las costumbres que descender peligrosamente. La materia ya constriñe al hombre moderno a reencontrar los caminos de la sabiduría so pena de decaer o morir.
El segundo dato es la solidaridad que el dinamismo económico establece cada vez más, a pesar de ellos, entre los individuos y los pueblos. Por paradójica que parezca la afirmación, los bienes materiales que son objeto de tanta competencia violenta, que suscitan tantas guerras y que los voraces deseos de los hombres, de las clases y de las naciones despilfarran y arruinan persistentemente, obligan a los antagonistas a reconocer su unión. Los colocan, en efecto, frente a una opción radical: o bien la continuación de sus conflictos hasta que estalle el mundo, y eso comportaría el fin del dinamismo económico, el retorno a la edad de piedra, la desaparición de los bienes materiales que ya se vislumbra o, bien, la conservación del dinamismo económico que significará el fin o, al menos, la atenuación de las luchas; seculares. La humanidad tiene una sola elección: el pan cotidiano o las falsas y devastadoras ideas que se forja y que son la forma moderna de los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El tercer dato es la conciencia cada vez más aguda de la finalidad de la economía. Porque, a la postre, la intensificación del dinamismo económico fuerza a los productores a abrir los ojos ante el principio, de meridiana evidencia, que gobierna toda la actividad generadora de los bienes materiales: no se consume para producir, se produce para consumir. El acrecentamiento del potencial económico exige un mayor número de consumidores. El exceso de publicidad que padecemos lo prueba. Pero, por ingeniosos que sean los métodos de condicionamiento inventados por expertos en el arte de deslumbrar, ellos se anulan recíprocamente. Ese cobayo que es el consumidor recupera su libertad en la misma medida en que los asaltos publicitarios lo colocan delante de un inmenso número de imperiosas opciones. Sus exigencias aumentan. Aún en los países comunistas, en los que impera el más riguroso estatismo económico, comienza a revitalizarse. Nuestra economía que, desde hace un siglo, es esencialmente una economía de productores, organizada como tal en asociaciones patronales y obreras, con todas las consecuencias políticas y sociales que esta inversión del orden natural produce, tiende a la autodestrucción. Semejante a la estúpida bestia nominada por Renán, Catoblepás, subsiste comiéndose los pies. A fuerza de mendigar o de exigir la ayuda del Estado, la finalidad de la economía desde entonces desviada hacia los productores, pasa a manos del Estado que se convierte en el gran y único productor y que tuerce el dinamismo económico ya sea hacia su demagogia fiscal, si él es débil, o, si es fuerte, hacia su voluntad de poderío militar. Siempre son estas las consecuencias. La naturaleza ultrajada reacciona castigando a los autores de su desequilibrio. Si los productores, en todos los niveles, no se convencen de que sus intereses coinciden con los de los consumidores y que la única manera de asegurarlos es asegurando los de éstos, llegamos nuevamente al fin del dinamismo económico. Sólo el respeto a la finalidad natural de la economía puede garantizar y equilibrar el dinamismo económico. Avergüenza tener que recordar esta verdad primordial.
El cuarto dato resume los tres primeros, sintetizándolos. Si el dinamismo económico no puede desinteresarse de los fines últimos del hombre, ni de la solidaridad humana, ni de los consumidores de carne y hueso, so pena de desaparecer, el único sistema que le conviene y al que se adapta, es la economía concurrencista regida por leyes morales y jurídicas, en el que los mejores productores se encuentren recompensados de los servicios que prestan a los consumidores y de su observancia de la finalidad de la economía. Según el decir del Fabulista, es preciso no apartarse ni un ápice de la naturaleza. “La virtud sigue siendo la mayor de las habilidades” decía Mme de Maintenon a sus monjas de Saint-Cyr.
La fórmula adecuada que da la solución al problema es, pues, la siguiente: es necesario que el interés coincida con el deber para que los intereses particulares y el interés general sean salvaguardados y para evitar la quiebra del dinamismo económico.
El problema económico debe, pues, reverse en su conjunto y en sus datos esenciales. Los remedios del charlatán y los aparatos de prótesis a los que se recurre han demostrado, suficientemente, su ineficacia. Es necesario volver a los principios fundamentales, a las ideas directrices de una exhaustiva solución humana. Es necesario reedificar una doctrina a través de la cual sean juzgadas todas las soluciones secundarias y desechadas las inaceptables. Sin este primer criterio: es la noche, el abismo.

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